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jueves, junio 19, 2025
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Notas desde Farriar…Viaje al fondo del río Yaracuy con una Diosa Luna

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Aquella noche de invierno, en pleno siglo cero, conocí a una Diosa Luna. Rescatada por las aguas del río se cobijó en mi lecho, adornándome con hojas de plátanos y de cacao. Esta princesa de piel negra, cabellera de azabache enroscada y de voluptuoso cuerpo, aparecía una vez cada cien años.

Su belleza producia tal encanto, que sus habitantes la veneraban con ritos mágicos para limpiar las almas poseídas por algún hechizo. Y vestido con el río presenciábamos las estrellas ahogadas en el paraíso sideral. Me dejó sus palabras hechas de armonio, sentí el estupor de la nostalgia y la llamarada del llanto.

Se deslizaban las aguas, y cada agua la envolvía buscando sus huellas entre mis lágrimas. Vi el fantasma del dolor y del asombro. Una luz tenue caía sobre las márgenes del río. Danzantes gaviotas vestían el aire húmedo sobre el remanso de la noche. Un vals delicioso vibraba en el bosque interrumpiendo las delirantes neblinas. 

La Diosa Luna embestía lluvia de fuego, se paseaba sigilosa como una serpiente líquida. Una noche en el río con ella, cerca de mi casa, nos cubrieron de alquimia las aguas desnudas, y nadamos en el mineral brillante. Fuimos dos enamorados brotando luces que enceguecían a los pordioseros del amor.

Más lejos, en el faro verde entre la restinga encandilada las algas se enredaron con mi pelo. Una balada amorosa se oía traída por el río y las crepitantes gaviotas la mezclaban con la espuma. Un presentimiento hacía llorar a la Diosa Luna, cuando busqué la palabra, la encontré y la desnudé, era una boca palpitante mortal junto a mi boca.

También con la botánica submarina le preparé sopa, tortilla y suavísimos cosméticos. Nos alimentamos con iodo y salitre todo el verano, y en la bitácora apuntamos nuestros días de celos y de deleite.

¿Es así como se entra al reino de la Diosa Luna? Los habitantes del río nos dieron la bienvenida con su exótica danza. Pero había aceite y alquitrán de un naufragio que de vez en cuando en la orilla, sin saber nos manchaba los pies, estábamos en el centro de la vida, y ella iba sentada en la confortable soberbia de un manantial hermosísimo como quien navega seguramente al azar tejiendo canciones de brisas y doblamos el timón de la angustia hacia una punta azul.

Allí caíamos a veces donde cae el rayo de Membo, enrojeciendo las rocas como en el trópico vehemente. Aquella hendida llameante montaña donde escuchamos el oráculo. “Levanté las hojas de laurel, estaban las preguntas, comí tambor y bebí Címbalo”.

Bailamos el guaguancó del amor. El destino y el azar nos disputaban sus aullidos eran las olas y el viento sin vencido ni vencedor y en medio de los olivos que deslumbraban en el golfo de Posembo, (las pasas de uvas pequeñas, las aceitunas sobre la mesa de mi casa, aquí cuando era niño o en medio de las horas de este reloj de fondo de arena en el hígado dulce del río).

La Diosa Luna me sigue sigilosa, recostada en la costa, asoma su lomo largo, el gran caimán igual al Nocombo, pensé, y recordé toda la historia de golpe como los ahogados. Vi la aparecida Playa Nagamba espectral y futura. Buscaba la naciente del sol.

Vivimos días y noches con el sol violento y el cíclope demente, y con la luna mansa bailábamos un son montuno suavemente con el sol fogoso. Criatura rampante, lengua de oscuro fuego le salían de las fauces y me quemé, y un sótano interno que llevó para mí solo me rodeó, y llegó la luna de agua y fue una inundación fría que anegó los rincones ardientes.

Viví con el sol vigilante, un guardián, tal vez una cárcel de espejos, un celoso silogismo. Luego la luna nos llenó de pesadillas y perversiones las dos cuencas de los ojos. Un sábado al atardecer arribamos a la punta del Diablo, arqueadas aguas sobresaltaban la presa, sobre las rocas, sobre la arena, en un persistente quehacer de tempestad corporal, y nos entregamos, echando burbujeo por la boca, caían las aguas sobre la extenuada firmeza de esos labios.

Allí veíamos salir el sol, nos dijeron, pero era falacia, lo sabíamos y buscamos escondites para sorprender las apariencias. El río también se suicidó una tarde. Estaba rallado, solo perros y caballos saben de sus secretos y sus distancias.

Barcos hundidos, pirateados con la tripulación asesinada, ahogados de ojos oblicuos, comidos por los peces enterrados de pies en cementerios amarillos. Mis dedos fragantes buscaban jugar con el vestido de la Diosa Luna, mostrando sus muslos y su pecho. Con ella me perdí en un torbellino de brumas, y el manantial con suaves brisas melodiosas retornó nuestros cuerpos inertes hacia el edén perdido, y entonces oímos:

Tin tan, tin tan, tin tan, suena el timbal                 
Polongo, bolongo, morongo
suena el bongo
gime la flauta
ruge el tambor
y entre los cha-cu-chá-cu-chu-cu-chu-chá de las maracas
en la orilla del río Yaracuy, la Diosa Luna
danza mil maravillas.
Soy Dixon, tu poeta enamorado, Diosa Luna
y como una llama creciendo
voy con el sol en el volcán de tus piernas.

 Vi entonces, el cuerpo ebrio de la Diosa Luna brillando, atrayéndome hacia lo más profundo del río y pensé en mi madre, en mis hijos, en el amor, en el sexo entreabierto como las manos, en el juego de prendas donde se pone un huevo o un anillo y se espera la resurrección.

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