
Así la conocemos y tratamos en Guama. Aída Jatar de Prado, un ser puro que otro puro, Manuel Prado Mendoza, buen amigo, nos llevó a Guama y la presentó como su gran amor y esposa. Entre Aída y los guameños, se operó una mutua manifestación de cariño, amistad y permítame utilizar la palabra ¡Amor! Aída nos llegó tan adentro que no exagero al afirmar que la quisimos más que al ¡Maravilloso y puro Manuel Prado Mendoza!
Con Aída convivimos. Era el alma de esa convivencia sublime que compartimos los guameños. Estar con Aída, era estar con Aquiles Nazoa y su Balada de Hans y Jenny, al escucharla declamar aquello de: «Nunca fue tan grande el amor/, como cuando Hans Cristian Andersen, / amó Jenny Lind, «El Ruiseñor de Suecia».
Estar con Aída, es escuchar aquello de: «El loco Juan Carabina, pasa las noches llorando, /si la luna no ilumina las noches de San Fernando»/ y concluir con el consabido: Esperando se la pasa, como una novia fiel, venga la luna a la plaza para conversar con él».
Estar con Aída, es tararear las interpretaciones del Quintero Contrapunto y deleitarse con aquellos arreglos aprendidos en Italia por el maestro Rafael Suárez y plasmados en aquellas canciones tan venezolanas como:
«Niña de ojos azules, color de cielo, mira cómo se hunde bajo la alfombra tu pie ligero. Mi barquilla veloz, deja la arena, por venir a cantar, bajo tu reja. Flor peregrina, flor peregrina, que estás en las márgenes de La Parima».
Estar con Aída, es llenar nuestro espíritu navideño de paz, unión y alegría, al leer aquellos mensajes post modernistas, contenidos a veces en poesía, a veces en prosa en las sui géneris tarjetas de Navidad que nos hacía llegar cada año en el mes de diciembre.
Era escuchar aquellas reláficas, en particular las referidas a una gata que tenía en «Los Guamoños», acogedora casa en su Puerto Cabello, pueblo que cobijó el hogar constituido con Manuel Prado, y acaparó tan intensamente que, casi, nos priva de su compañía.
Hoy, temprano, en la mañana, Elenita, su sobrina amada, me hace llegar la triste noticia de su fallecimiento, y me pega contra la pared, mi cuerpo está dominado por un frío que hace de las suyas conmigo y permanece acompañando la tristeza que me invade.
Con este escrito, va mi palabra de condolencia a sus hijos: Manuel, Alejandro y María Eugenia. A sus nietos, a sus hermanos Lilia, Beatriz e Inés, a su montón de valiosos sobrinos, a sus hermanos, cuñados, concuñados, nuera, a los guameños y, por supuesto, a su amado estado Falcón, espacio geográfico donde estoy seguro de que hoy «Los cujíes lloran de dolor». Descansa en paz ¡Dulce princesa!
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