Muchas personas al ver una película le endosan una curiosa característica: rápida o lenta. Se trata de un principio expresivo elemental, los tres actos, con el cual se desarrolla toda la narración, desde el comienzo hasta su fin. El tiempo en el cual transcurren los tres actos está más o menos estandarizado, y los mismos responden a un hilo de continuidad que permite comprender el sentido de la película. Algunos directores tienen excepcionales destrezas para alterar estos tiempos y hacer giros narrativos que desconciertan al espectador, como Shyamalan en “Sexto Sentido” o Christopher Nolan, en cualquiera, pero particularmente en “El gran truco”.
La genialidad del director en los casos en donde la alteración de los tiempos de los tres actos se impone exitosamente, nos brinda por lo general un gran film. Al contrario, cuando se desconocen lo elementos más simples de la narración cinematográfica o audiovisual y se extienden o manipulan los tiempos sin mayor sentido ni objetivo, contemplamos una obra pesada o lenta, -tanto que desconecta al espectador-; o muy rápida, donde se plantea un clímax incesante que estresa en exceso al espectador, y no culmina en desenlace alguno, al menos no el propuesto.
Si la realidad en Venezuela fuese una película, ¿cómo se llamaría, nadie en el país de las maravillas?, ¿El socialismo que nunca fue?, ¿La oposición chiflada? o ¿Locademia de política? Parece que estamos destinados a ser una suerte de experimento perpetuo donde, por una parte, seremos un milagro económico donde el sueldo no llega a diez dólares al mes, o somos una suerte de epopeya opositora donde impera el nihilismo y el hacer una y otra vez lo mismo, esperando un resultado distinto. Como fuese, somos un país incomprensible, donde se pretende imponer una pretendida paz a la fuerza, o donde unos supuestos libertadores son incuestionables, so pena de herejía. Mientras definimos lo que somos, tengamos como nombre tentativo “La paradoja”.
Si el madurismo tuviese disposición de escuchar al país, más allá de la lucha por permanecer en el poder, entendería que el descontento popular, innegable, proviene, sin más ni menos, de una gestión pública ineficiente, de un monstruoso y gigantesco Estado que, teniéndolo todo, no logra objetivos loables sino mínimos. Leer e interpretar correctamente al país sería reeditar algo como lo ocurrido en China a partir de la muerte de Mao Zedong, quien proponía un esquema de socialismo chino que tenía a la nación hundida en la ruralidad, la pobreza y el atraso, pero con la bandera de la revolución por delante.
Al llegar Deng Xiaoping al poder, no reniega del Estado socialista, sino que lo transforma pragmáticamente, atrayendo inversión, mejorando la educación, disminuyendo la competencia inoperante del poder público y moderniza la bandera del socialismo chino, encaminando a China a lo que es hoy con Xi Jinping, quien, por cierto, reformó el poder en China para seguir al frente del país, pero exhibiendo la segunda economía del mundo, mostrando tecnologías que parecen venidas de otros mundos, o teniendo el récord de la mano de obra más calificada.
Parece que el oficialismo acá prefiere enarbolar banderas contrarias a la realidad en vez de cambiar la realidad para bien de todos, y que sus banderas tengan sentido. Y a pesar de que Maduro lo diga a cada rato, lo que dijo Bolívar, en referencia a darle la mayor suma de felicidad al pueblo, esa parte no se aplica, ni en los discursos ni en la realidad.
No obstante, el contrapeso político en Venezuela hoy es caótico, por decir lo menos. Esa pretensión opositora de crear siempre un ambiente de confrontación con un clímax extremo, agota y decepciona hasta al más crédulo de sus seguidores. Acabamos de ver una película que es lo que llaman un “remake”, una versión de algo que ya hemos visto, pero muy mal hecho.
A los políticos se les debe medir y valorar por sus aportes reales a la sociedad, no por sus intenciones vacías, por la ridiculez de sus planteamientos, por lo inviable de sus propuestas. Sean como alternativa o como gobernantes, la estimación del accionar político es la política misma para una sociedad, por tanto, si como resultado de lo anterior, el balance es una hoja de precariedades y yerros, obviamente desde la óptica social la política tendrá poco sentido. Dicho de otra forma, es el efecto y no la forma lo que da valor a la política. Al hacer, tomando como regla lo anterior, una evaluación de los políticos venezolanos, en especial los de oposición, nos encontramos una simpleza tan pronunciada que es inadmisible un balance en objetividad. Un país tan rico con las carencias que padecemos es contradictorio y obligaría a un completo estudio, sea por una pésima gestión, sea por no haber balances ni contrapesos racionales en lo político.
Pero, ¿sería justo ser tan severos con los políticos de oposición si en veinticinco años no han sido gobierno Precisamente, tendríamos como punto de partida las notables fallas de una gestión pública, ante una ausencia de alternativas en la oposición. Y eso pasa por cosas que están más allá de la legalidad actual, tan susceptible a cuestionamientos, ya que la cadeneta de errores precedentes del accionar de la dirigencia opositora, como abstención, contradicciones, eslóganes gastados, figuras sin liderazgo construidas con puro marketing digital, se han traducido en cesión tras cesión de espacio activo y real de equilibrio político. ¿Y qué lo ha causado?
Como respuesta simple diría el fanatismo acomodaticio, que hoy crea ídolos y mesías que mañana son destruidos por el peso de la realidad, pero suplantados con tanta inmediatez que no hay espacio ni tiempo para la reflexión, para el análisis, para la revisión y el informe de daños.
Después tenemos una suerte de suprapoder que está ubicado en las redes sociales y algunos personeros que se han arrogado la vocería excelsa para invocar esa idolatría, y que es capaz de destruir todo vestigio y criterio de racionalidad, como que las recientes convocatorias a la calle han sido estrepitosos fracasos, por lógica, ¿qué haría pensar que este último, tan bufonesco como fallido, sería exitoso? Es esa anticrítica la que tanto daño ha hecho a nuestra política, oficialista y opositora; ese impedimento de señalar lo que está mal encaminado, lo que pudiera mejorarse, lo que pudiera hacerse de forma distinta.
Esa imposibilidad, producto del extremismo exacerbado, termina por hacer de la política una calamidad que no se enrumba ni hacia el mejoramiento, y menos hacia el perfeccionamiento. Una sociedad impedida, no solo de participar abiertamente en la política, sino de siquiera opinar abiertamente sobre la misma, sin importar los bandos, es una sociedad coartada de sus propias reflexiones, no importa cuántas elecciones se planteen ni sobre qué puntos.
A nuestro país le urge un proceso de diálogo abierto y transparente, pero hasta plantearlo es blasfemo. Quienes por allí desde la oposición pretenden azuzar para intervenciones armadas, no solo incurren en una soberana irresponsabilidad, sino que declaran que, en su propio fracaso sostenido, la fuerza es justificable para lograr lo que no han podido por métodos políticos. Por eso nuestra película es lenta y repetitiva, porque entre acto y acto hay demasiada definición vacía, demasiada demagogia ideológica, muchísima confrontación (yo diría que permanente), y jamás llega un desenlace sino amenazas peligrosas e irracionales.
Por otra parte, ver a los mismos actores de oposición que tienen aún en cartelera su obra célebre del gobierno interino, haciéndose de los papeles principales en esta nueva tragicomedia, no es nada, pero nada alentador.
Lea también: Trago amargo: Trump global