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Nunca como ahora él fue tan importante, está llegando a nuestra mesa convirtiéndonos en saludables vegetarianos. Viene como un valioso aliado a sustituir los productos cárnicos cuyo acceso hoy es casi que imposible para el menguado presupuesto familiar, pero, no obstante, a su trascendental aporte, el mismo sigue abandonado, desprotegido y echado a su suerte.
Muchos anhelan quizás volver al campo de sus abuelos, de sus ancestros pero con las comodidades de la ciudad a cuestas, ese campo del fogón y de la leña, de las incomodidades no los atrae, no lo seduce, lo quieren a la manera de una “casa de campo”, de esas atractivas, del Campo Elías soñado, quieren paz, tranquilidad y sosiego.
De la vida misma, he rescatado episodios de hace más de una década que tuve la gracia de vivir, cuando motivado por vínculos agrícolas y siendo agente autorizado de una reconocida empresa internacional de envíos, anduve por los hermosos y accidentados caminos de las tierras de cultivo de la serranía de Aroa.
En esa fascinante y a la vez escabrosa travesía, aprecié de cerca la espontaneidad, la humildad y la dura brega de los dueños del campo, de quienes con titánico esfuerzo horadan los inclinados suelos de ladera haciéndolos producir para apuntalar y fortificar la vida de pueblos y ciudades. También pude apreciar de cerca sus carencias, oír sus lamentos y sus ilusiones, su estado de abandono y sentir la indiferencia de los de abajo, los de las laderas montañosas.
Este inhumano olvido y abandono del campesino no es nada nuevo, data de épocas pasadas, de épocas mejores, pudiendo decirse que el paciente sigue estando en cuidados intensivos, y aún no se recupera del todo, especialmente los que habitan y labran los suelos inclinados de esas laderas, y acá, en los pueblos y ciudades, no hemos sido fieles con quienes nos proveen de alimentos, al no apoyar, presencial o virtualmente, sus ocasionales y silenciosas protestas por lograr mejoras que mitiguen los rigores de su arduo trabajar.
En relatos de acuciosos investigadores del faenar del campo, se hace alusión a los sufrimientos y penurias del campesino, sosteniendo al homenajearlos que el campo es el origen histórico de nosotros, de nuestra genealogía, y que estamos conectados con generaciones de campesinos.
La identidad de América Latina y de los pueblos liberados por la espada de Bolívar, ha estado influenciada notablemente por la cultura del campo, los cantos campesinos, las músicas populares, los joropos, las grandes extensiones de los Llanos, sus canciones alabando el arroz, el algodón y el maíz, o las cosechas son la más fidedigna exaltación de la historia de la campiña.
Todos tenemos sus raíces en la vida campesina, refranes populares como “no por mucho madrugar amanece más temprano”, son expresiones que muestran nuestra cultura, nuestra vida cotidiana a través de dichos y decires generalmente campesinos.
Grandes relatores, buscadores de historias señalan que la vida del campo está plasmada en bellas obras consideradas joyas literarias, como ‘Doña Bárbara’, donde se hallan descritos relatos vivientes del llano venezolano y cómo se desarrolló.
El laureado Premio Nobel de Literatura, “El Gabo”, en sus ‘100 años de Soledad’, obra enaltecida en el cine, nos muestra la ruralidad del campo y su significado; y el gran escritor José Eustasio Rivera en su libro ‘La Voragine’, muestra la realidad que viven los caucheros de la selva amazónica; en cada episodio de tan magistrales obras aparecen crudamente reflejadas las historias, los desafíos, los sufrimientos, las epopeyas, todo lo que representa la ruralidad de ayer, de hoy y quizás de siempre.
Un escenario imaginario e idealizado pero posible, podría virilizarse para lograr mejorar las condiciones laborales del campo y sus campesinos, las nuevas generaciones de relevo preocupados por su futuro, sobre todo alimenticio, signado por escasez de alimentos se preparan ya para afrontarlo, sus futuros dirigentes y nuevos líderes ya se alistan e incursionan en las particularidades del campo, han volcado parte de su tiempo indagando como buenos lectores.
Y los jóvenes, ¡oh los jóvenes!, de la mano de sus abnegados maestros comienzan a alentar sus querencias por el campo a través de la lectura de obras literarias propuestas y sabiamente orientadas y conducidas, que muestran lo bueno, lo malo y lo feo de la sufrida ruralidad de la campiña, y así crezcan amándola.
Ya la ciudad se acerca a convivir con la ruralidad, los técnicos agrícolas conviven en sus proximidades en temporadas cruciales convenidas para hacer sentir sus innovadoras técnicas, y se crean y fortalecen las cooperativas de consumo, se establecen y mejoran las zonas de acopio y compra de los productos del campo, se mejoran los caminos vecinales o vías terciarias, y la ciudad llega al campo no para invadir o expropiar sus predios, sino para impulsarlo, para transformarlo.
Los llamados “los del campo”, suben con su carga de innovaciones agrícolas y los instrumentos y herramientas modernas y versátiles se empoderan haciendo más asequible, llevadera y viable la ruralidad olvidada.
El momento es propicio para la meditación, la reflexión y la identificación plena con el campo a través de acciones que al valorarlo lo enaltezcan bajo el principio universal de que “sin el campo y sus sempiternos faenadores no hay comida”, transformemos el histórico grito caudillezco del “vuelvan caras…” en “volvamos al campo…. a nuestras raíces”.
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