Podríamos deducir, erróneamente, que lo opuesto a un sano proceso de aceptación es la duda, la incertidumbre, el paseo incesante por justificaciones que desvíen el proceso previo al cambio y a la transformación; no, lo contrario a la aceptación es la negación, a veces más o menos consciente, a veces tan extrema que llega a lo que Daniel Goleman definió como el punto ciego, la imperiosa necesidad de convencer, no a otros, sino a sí mismo de una idealización, de una creencia, o de un estado mental imposible de sustentar con los elementos objetivos de la realidad.
La aceptación no es un asunto sencillo. Mirar que determinados propósitos personales o colectivos han sido derribados por el peso insalvable de la realidad y la verdad, a primeras luces, puede resultar devastador, pero eso no implica, sobre todo en las responsabilidades de liderazgo colectivo, que la negación se quiera implantar como modelo, como respuesta, o, siquiera, como alternativa frente a un evento que no se esperaba. En este sentido, y recalcando la necesidad de transparencia sobre lo ocurrido el 28J, hay elementos contradictorios en el alto mando oficialista, lo que acentúa la necesidad de una grande y profunda discusión interna que, sin disimulo, parecen querer evitar.
La primera contradicción es la construcción de una narrativa separatista interna: buenos y malos; leales o traidores. Tal discurso, no es coherente con la postura de un supuesto vencedor. Si una gran mayoría del país, según la narrativa oficial, ha votado por Maduro y le dieron el supuesto triunfo, ¿la asechanza es contra quién? Si las expectativas de la maquinaria roja se cumplieron el 28J, ¿cómo tiene cabida un discurso divisionista si uno de los más simples preceptos de la democracia es la demostración de un sentido mayoritario? Si, supuestamente, unos gobernadores, o unos alcaldes del PSUV no hicieron el trabajo titánico de superar el descontento hacia la gestión nacional, poniendo a prueba y riesgo su propia popularidad, se abre una paradoja ¿no sería que el problema no fueron los mensajeros sino el mensaje?
Lo segundo es más simple aún. Antes del 28J, el propio Diosdado Cabello, insistía en “no caerse a embustes con el 1×10”. De hecho, invitó a los equipos de proselitismo a que incluyeran a un nuevo elector, -alguien que nunca hubiera votado al PSUV-, para engrosar la expectativa del voto. En los estudios de opinión que se cerraron más cercanos a la fecha electoral, indicaban una disminución significativa en la identificación con el PSUV como partido. De todo lo anterior, podemos deducir algo muy sencillo, y que se ha repetido a lo largo de la propia historia del hombre, ¿la adherencia política no es una relación de reciprocidad? En plena campaña electoral, Maduro se cansó de reclamar la ineficiencia y el burocratismo, -más allá de su ineludible responsabilidad al respecto-, sumado a la cantidad de cosas que estaban causando descontento en la población, luego, horas antes del 28J, ¿todos esos problemas desaparecieron, se corrigieron y la población revirtió su descontento en adhesión? En otras palabras: antes del evento electoral, la estrategia de Maduro era reconocer que hacía falta corregir muchas cosas y darle respuestas efectivas a la gente, ¿se produjo ese escenario ideal de eficiencia, así, súbitamente, con efectos estadísticos mágicos?
Más allá de la pertinencia de resultados fiables, más allá de lo insostenible de un discurso de triunfo en forma de mantra, la dirigencia nacional del PSUV ha optado por una vertiente simple de la negación, pero nada nueva, en su caso: culpar a otros, hasta gobernadores o alcaldes propios y bien votados en su oportunidad con alta aprobación, líderes comunitarios o la propia base. La conclusión a todo esto es elemental: Negar una crisis, no hace que desaparezca, y, en la mayoría de los casos, la acentúa.