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viernes, septiembre 20, 2024
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Notas desde Farriar: Las rejas no matan

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“He amado y he tenido la gloriosa dicha de que me amen. Las mujeres en mi vida se cuentan por docenas. He dado miles de besos y la esencia de mis manos se ha gastado en caricias, dejándolas apergaminadas… Soy ridículamente cursi y me encanta serlo, porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen… ridículamente. Cualquiera que es romántico tiene un sentido de lo cursi y no desecharlo es una posición de inteligencia. A las mujeres les gusta que así sea…”

Lo he sido toda mi vida, por ello me apropio de ese texto maravilloso que forma parte de un “autorretrato” plasmado por ese genio del bolero que fue don Agustín Lara, calificado de cursi.

En mi niñez fui amigo de las serenatas. Fueron muchas las canciones que el poeta Manuel Felipe Rojas y yo desgajábamos en nuestra correrías de muchachos: “Hasta en mi propia cara / te burlabas mi vida / que será a mi espalda / y yo preso por ti / unos guardias me han dicho / que ya tú andas perdida / y que ya ni te acuerdas / lo que hiciste de mi”…/. Fue una de las muchas piezas que entonábamos en Farriar y que disfrutábamos hasta entrar la madrugada con muchas cervezas en las tabernas.

Las rejas no matan, se convirtió en un himno para mí. Javier Solís fue mi infructuosa cura cuando Miriam, mi primera novia, me mandó al carajo. Demasiadas intrigas se tejieron para alejarnos, pero yo la quise desde lejos y me sirvió de excusa para beberme lo que no se podía a la edad de 13 años.

El despecho, sublime emoción de los poetas, despertó en mí la pasión por lo romántico, por lo cursi. Toma este puñal ábreme las venas / quiero desangrarme / hasta que me muera / no quiero la vida / si es de verte ajena / pues sin tu cariño no vale la pena”/. ¡Que vaina tan buena!.

Morir por pedacitos en tanto la ingrata se solaza con el tipo ese que me llevaba como 6 años y era el cuarto bate del equipo de beisbol donde Miriam era la madrina. En el Bar La Ceiba de Farriar se desgastó la tecla A-07 de la rockola que había allí. Yo bebía cerveza y escanciaba mi vaso mientras escuchaba a Javier Solís.

Me percaté en ese entonces que él cantaba Las rejas no matan muy distinto a como lo hacían los demás. Su interpretación tenía dos compases más. No se compaginaba con la letra original. Es la puntilla de Javier Solís. Son palabras de consuelo para sí mismo ante la traición de la pérfida. Son palabras lanzadas hacia ese corazón idiota que se enamora una y otra vez para ser lacerado veinte mil veces más.

Las rejas no matan es un himno al despecho, le pertenece a José Alfredo Jiménez, el compositor más grande que ha parido el pueblo mexicano, que junto a Julio Jaramillo y Daniel Santos “El inquieto Anacobero”, crearon una poética del despecho y ensamblaron una estética de la bohemia lejos de ese trillado eufemismo que trata la mujer con un vulgar lenguaje decorativo.
Yo vendré un domingo con peces de mariposas en el último sol de invierno, y el jinete negro le regalará una rosa a Mirian, y entre relámpago una estrella brotará en sus ojos danzando niebla, y se ahogará la tarde con un aleteo de mariposas ebrias y construiré una huella en su camino entre gaviotas naufragando en mi caballo azul-mar.

Sabrán de mi presencia, cuando el reposado mar le regale en sus orillas sus tesoros de estrellas. Un caracol que suene con el paso del viento, una baja marea color rosa, una culebra gigante de coral, y una flor verde ámbar. En una espaciosa casa con lámpara de sándalo y mirra encendidas, mis puertas estarán adornadas con arcos de palma, sacaré de mi naufragio dos brillantes copas y brindaremos por la eternidad del amor.

Tejeremos la más hermosa de las atarrayas, una para la terraza, una para la meza y muchísimas para las siestas, y la noche de verano. Yo he luchado en tus fondos musicales, con el vino y el sexo hasta la aurora.

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