
Vivimos en una era regida por la inmediatez y la sobreexposición: las redes sociales han convertido el espectáculo y el escándalo en moneda corriente a toda hora. Esta tendencia ha dado paso a lo que llamamos amarillismo digital, ese afán por crear contenido exagerado, sobreactuado e incluso temerario, cuyo único propósito es cautivar el ojo y la curiosidad del usuario, generando una avalancha de likes que, paradójicamente, ni trae beneficios duraderos ni aporta verdadero valor.
La lógica del amarillismo digital se sustenta en la creencia de que la atención extrema equivale a éxito. Sin embargo, esta atención obtenida con titulares sensacionalistas, imágenes escandalosas o videos de dudosa veracidad es efímera y vacía. La viralidad lograda a costa de lo absurdo o lo temerario no construye una comunidad sólida; por el contrario, promueve la polarización y la desinformación. El morbo y el escándalo apelan a las emociones más primarias, desplazando la sensatez y el análisis reflexivo que tanta falta hacen en la sociedad actual.
Una chica lanza su bolso hacia un techo, entendiendo que unos motorizados podrían haber sido asaltantes. Sin embargo, no lo fueron, y los mismos entran en un estacionamiento, extrañados por la conducta de la joven. Este video pudo haber surgido de una situación real, pero nos encontramos con una búsqueda simple de al menos cien versiones del mismo, lo cual lo hace un sketch y no un contenido orgánico, como un chiste que pierde su gracia de tanto ser contado.
Y hay peores casos de videos construidos con el signo inequívoco de la falsedad y la manipulación, desde supuestos accidentes, situaciones en restaurantes, estrepitosas caídas hasta escenas dantescas de celos o combates a mano limpia en plena calle; un compendio de contenido basura que pretende tomar partido de la curiosidad primitiva del usuario, colisionando con el asombro, cayendo así en un sentido oscuro de la realidad, en la deconstrucción de un neo salvajismo digital.
Consumir este tipo de contenido tiene implicaciones reales: estimula y normaliza el escándalo, cultiva el deseo por el “shock” constante y reduce la capacidad de análisis crítico. A largo plazo, la saturación de amarillismo digital disminuye la confianza en los creadores y los medios que la practican, y puede afectar la salud emocional, especialmente en los más jóvenes. Para los que lo producen, la búsqueda desenfrenada de likes sacrifica la autenticidad y credibilidad. La reputación de las cuentas —especialmente comerciales— se ve seriamente comprometida.
Es cada vez más común ver tiendas, emprendimientos y marcas digitales sumarse a la ola del amarillismo: crean videos escandalosos o excesivamente polémicos para aumentar seguidores y audiencia. El problema es que estos esfuerzos rara vez se traducen en mayores ventas o una mejor rentabilidad.
El crecimiento artificial de la audiencia puede inflar métricas superficiales, pero no genera una relación genuina con los consumidores. A largo plazo, el público castiga la falta de sobriedad y se aleja de las marcas que priorizan el escándalo sobre la calidad y la honestidad. La credibilidad, más que nunca, es un activo invaluable que se puede perder en segundos y jamás recuperarse completamente.
El sensacionalismo digital, aunque sirve como anzuelo para captar la atención inicial, destruye el vínculo de confianza y la posibilidad de construir una comunidad fiel y duradera. Cuando el producto principal de una cuenta es el escándalo, la audiencia aprende a desconfiar y a valorar menos el mensaje de fondo, peor aún, se mantiene allí para desvelar su poca valía ética.
El amarillismo digital parece ser, finalmente, un reflejo social. Si bien las redes sociales no son la analogía del ágora griego, en ellas encontramos los mismos esquemas que en la educación, el lenguaje o la conducta en general, nuevos modelos que empujan al facilismo, al scrolling y al perder el tiempo viendo payasadas en múltiples versiones. Más que amarillismo, es la nueva ignorancia en pleno.
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