Al Dr. Fernando Salcedo
Eran las once de la noche, y el rumbón callejero llegaba hasta mí con el eco de un guaguancó en la voz de Cheo Feliciano: “Recuerdo que tuve ayer / amores con Salomé”/. Y en la quietud de la noche, la luna ajena e impasible a la alegría y a la miseria humana paseaba su negrura por las calles silenciosas y aletargadas, asomándose aquí a un patio o allá a una ventana, fisgando en el interior e intentando sorprender los sueños de quienes descansan esperando la aurora.
Yo a rato vagabundeaba noctámbulo, y me complacía bailando en la superficie refulgente; trasnochado lanzaba pasos cortos verticales, y la calle invisible era un lago de silencio. Cuando llegué al baile en casa de Rosa Amelia, me recibió con senda cerveza para ir buscando la inspiración. Sí era Salomé aquella mujer de voluptuoso cuerpo que derrochaba talento bailando en aquel corredor inmenso.
Ella ejecutaba una danza celestial salvaje, y después se quitaba la piel y reaparecía con su piel sensual. Me arrastró la madrugada con su carrera interminable: las luces opacas languideciendo; disolviéndose en el cielo y el cuerpo de Salomé ardiente, el cuerpo sudando cuando la invité a bailar a las tres de la mañana música de fondo, coro y orquesta de Óscar D’ León con el montuno Matasiguaraya, y entre los chá cu chu, cu chu cu chá de las maracas, Salomé danzaba de mil maravillas.
Fui hasta ella, ella se incorporó, bailábamos mejilla con mejilla, cuerpo con cuerpo, ojos cerrados, labios con labios y, como una llama creciendo con la noche fogosa, yo iba en el volcán de sus piernas. Parecíamos dos extraños viajando hacia el mismo sitio, y Tito Rodríguez, sorbiendo un buen trago de whisky, me gritó: “Llévala pal rincón y apriétala”.
La batalla entre los cuerpos y el amor era una verdad revelada en esos instantes. Yo le entregaba el amor que ahora parecía fugarse. Porque el amor es liberación. No como lo pregona esta sociedad moderna que trata a la mujer como un “simple objeto del deseo” y ha tratado el amor con un magro pesimismo, rompiendo con el idealismo romántico, donde el narcicismo y la sexualidad promiscua presentan un pansexualismo propio de nuestra época y ha propagado la idea de que el amor y la sexualidad son proyectos sin esperanzas.
Pero el amor también es algo que muere; y cuando muere se pudre, pero puede servir de humus para un nuevo amor. De manera que el amor ya muerto continúa viviendo una vida secreta en el nuevo amor. Y así nos encontramos con que el amor es inmortal.
Mientras bailábamos, el cuerpo enardecido de Salomé se apoderó de mí y me dijo: “bésame, bésame fuerte, que tus manos calientes ardan en mi piel, que tu boca y tus manos estén siempre sobre mis pechos y mis muslos, que acaricies mi vientre con ternura, que no te separes de mí”.
El trombón de la orquesta tocaba una escala musical. Salomé y yo nos fugamos con la brisa matutina y el viento soplando sobre nuestros cuerpos nos llevó hasta el Edén perdido, cuando le dije: “Yo te estaré buscando en miles de mundos y durante diez mil vidas hasta encontrarte”. ¿Para qué cantar el sufrimiento cuando el amor sufriendo deja?
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