
No soy religioso, ni tampoco un estudioso de esa materia, ni pretendo serlo, por lo que al tocar el tema de Dios o cualquier otro relacionado, lo hago como cualquier mortal, no creyente o devoto, no ferviente, aunque respetuoso de las creencias de los demás.
Cuando joven, me empeñaba en convencer a mis compañeros de estudio de mi posición atea, a la cual comencé a aproximarme por la vía de la influencia de mi padre, entre otras, pues mi madre era creyente, aunque no una practicante asidua.
Me considero privilegiado porque tuve influencias contrarias inicialmente, lo que me dio la oportunidad de elegir o, por lo menos, más oportunidad que quienes solo tuvieron una influencia. Claro, no son las únicas influencias tenidas en esta complicada materia, ni posiblemente las más importantes desde el punto de vista conceptual, aunque sí las primeras que tuve. De hecho, soy bautizado e hice la primera comunión, posiblemente por el empeño de mi abuela Lola, una maestra católica convencida con gran iniciativa educativa.
En mi época de adolescente, comulgué en varias ocasiones por iniciativa propia, y fui a misa algunas veces, sin periodicidad fija, sin que nadie me obligara, pero siempre tuve el gusanito de la duda rondando mi cerebro.
Recuerdo cuando hice la confirmación católica, que me llamó mucho la atención que la maestra que nos asistió en materia religiosa, nos dijo cómo responder las preguntas que el sacerdote nos iba a hacer y que se referían a nuestras convicciones religiosas, si es que las podemos llamar de esa manera.
Me pregunté en ese momento: ¿Por qué no nos permitirán que respondamos lo que nos parezca responder, lo que sintamos realmente? Fue un momento de vitalidad para el gusanito señalado. Pero lo que me hizo tomar una decisión sobre la disyuntiva de creer o no hacerlo, porque fue de esa manera que me lo planteé, fue una condición lamentable de salud que aquejó a mi madre con motivo del nacimiento de su cuarta hija, la tercera de mis hermanos de padre y madre.
Con solo 15 años, me vi obligado a atender a mi hermana recién nacida, pues mamá apenas podía moverse en virtud de mala praxis médica durante el parto, cuando le aplicaron un fórceps en forma inadecuada y le produjeron un daño en la sínfisis púbica, que le originó una compresión del nervio ciático con un dolor inaguantable, por lo cual debió permanecer en cama en forma absoluta por seis semanas, con una fuerte faja ceñida alrededor de su pelvis.
Preparé teteros, cambié pañales, realicé labores de aseo corporal de mi hermanita recién nacida, día y noche, hasta que papá, a los pocos días, buscó ayuda de su otra pareja en ese momento. Internamente, me debatía entre rezar y pedir a Dios para que mi madre mejorara, lo cual me parecía una inconsecuencia conmigo y con ese Dios, en el que, supuestamente, no creía o no debería creer.
La contradicción la resolví decidiendo no rezar, con gran miedo a las consecuencias, pues hacerlo era aceptar algo que me parecía inmoral o poco ético: creer en Dios cuando se tienen problemas y olvidarlo cuando no se los tiene.
Afortunadamente, para mamá y para mí, ella mejoró y sanó gracias al tratamiento y atención médica del doctor Pablo Izaguirre, uno de los mejores especialistas en la materia, quien la atendió en casa y a quien nunca olvidaremos.
La vimos pararse y tener que usar dos muletas, por seis semanas más, y luego una muleta por otras seis, hasta que sanó completamente y vivió hasta los 91 años, criando a sus cuatro hijos, haciéndolos egresados universitarios: tres de la UCV y la última, Hilda Margarita, la protagonista del caso como recién nacida, de la UCAB.
En aquel difícil momento me dije: si Dios existe, debe saber lo que estoy pensando y el dilema que tengo, y si es tan bondadoso como dicen, no va a vengarse con mi madre por mi incredulidad.
Le parecerá que fui más honesto y éticamente acertado en mi decisión. Pero, no dejé de creer en Dios en ese momento. Allí tomé la decisión de no creer, pero por dentro la duda continuó por varios años, hasta que mucho tiempo después dejé realmente de creer. Pero esta es otra historia.Aquí aterrizo.
Siguiendo la misma línea de pensamiento empleada en aquel momento, como adolescente ante el problema de salud de mi madre, hoy puedo decir que si Dios existiera: el de los cristianos, el de los musulmanes, el de los judíos o cualquier otro, no debe tener ningún pueblo preferido, ni mucho menos elegido, pues eso sería moralmente discriminatorio con el resto de los seres humanos, que también serían parte de su creación o de su vigilancia y custodia. Así de simple, pero no por eso equivocado.
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