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viernes, octubre 11, 2024
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Notas desde Farriar: ¡Que nadie llore, dejen que ría en silencio!

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En el panorama, denso, surrealista y así como en las diversas vertientes, influencias, incitaciones, tendencias, variantes y estilos en más de Setenta años de la salsa, el nombre y la música de Raphy Leavitt con su orquesta La Selecta tienen un sitial bien ganado. Y es propicia la oportunidad para hablar de uno de los músicos contemporáneos de más acusada personalidad y demás seria y ejemplar actividad creadora, llevando la música popular afrocaribeña por los cuatro puntos cardinales como el vuelo triunfal de una mariposa. Leavitt ha ganado, por derecho propio y recusable categoría de bien definido quehacer humano, por encima de mezquinos valores o borrosas medianías, casi siempre empinadas en inútil griteríos que pretende acallar las voces verídicas y mejores.

Su nombre aparece ligado a hermosas tentativas dentro del movimiento salsero. Y sobre todo en la línea correspondiente a lo africano que es el punto de encuentro entre la música afro-cubana y la música popular netamente caribeña, y este músico se ha mantenido por muchos años en la línea de lo clásico luchando por mantener el son, la guaracha, el guaguancó, y el bolero.

Este buen señor latino de una humildad extrema y con extraordinarias virtudes musicales que siempre le fueron reconocidas pero a medias. Toda obra artística es una forma compartida al menos como propuesta. Y la música es un modo de la generosidad implícita en todo arte, y la calidad nunca ha faltado en ninguna de las variantes caribeñas que ha decidido interpretar esta orquesta. Y nótese que no se trata del simplismo de cantar el bolero, la guaracha, el guaguancó o el son (hago insistente referencias en estas variantes tan sólo porque me lucen las más antagónicas, no porque sean las únicas o más importantes), porque eso, en realidad, lo ha hecho todo el mundo.

Se trata, nada más y nada menos, de cantar cada variante en su justo sentido y proyección, y eso no siempre se ha logrado. De ello es buena prueba la composición La Cuna Blanca, con un estribillo único, donde este músico haciendo alarde de su virtuosismo apela al juego de la percusión que resulta tan progresivo como innovador y donde la expresión musical se presenta precisamente como vía hacia los diversos planos de emotividad.

Aunque la canción combine, como mucha salsa, diversos ritmos, y predomine posteriormente, como en la mayoría, el ritmo de son o tumbao. Sin embargo, en La Cuna Blanca el repiqueteo del bongó es retrabajado; elaborado en tal forma que no resulta directo ni evidente su presencia. El repique característico de unos de los tambores en unas de las variantes del montuno se presenta en La Cuna Blanca, no en su plano percusivo original, sino a través de instrumentos melódicos. Es decir, el ritmo se melodiza, se presenta melódicamente.

Aparece primero en los instrumentos más graves – el bajo y los bajos del piano – y es luego reiterado (entre los compases) por los vientos metales evocando, de hecho, movimiento de timbre característico de las trompetas. La introducción instrumental de La Cuna Blanca, una especie de dedicatoria sacra y definitiva hacia la tierra a Luisito Maisonet primera trompeta de la orquesta La Selecta y panita burda de Raphy Leavitt, ido en tristre hiedra verde – celeste del más allá en un accidente de tránsito que ambos tuvieron en Nueva York y donde Raphy Leavitt salió gravemente herido. Desde esta cumbre la amistad perdida por la muerte se convierte en oscura plegaria. Porque la muerte y la vida se entrelazan eternamente en indisoluble unidad. Ni una ni otra existirían en la comprensión cognoscitiva del ser humano sin su correspondiente negación en la presencia de su respectivo contrario.

Se vive, pero también fatal e indefectiblemente se muere. Igualmente en la muerte se haya fijo y eterno el principio de la vida en ese constante y perenne reciclaje de transformación y de cambio que estableciera Lavoissiere. Porque se muere para dar paso a la vida en sus diversas formas y manifestaciones sobre las complejidades de la estructura orgánica. Y, así, de esta manera ella, la muerte con su inseparable acompañamiento con la eternidad que la misma vida desgrana, hora a hora las cuentas del rosario conformado por ese ilimitado tiempo de nuestro propio existir. El ser y el no ser del angustiante dilema de Hamlet: he ahí la gran interrogante erguida ante las encrucijadas que el destino levanta en cada uno de los pasos que damos en la tierra. Inacabable ecuación que no invierte sus términos, que no lo altera, que no lo cambia sino que, al contrario, los identifica en la síntesis de la vida la cual nace y muere después.

En este montuno, Raphy Leavitt se atreve a fusionar ritmos, aires y géneros musicales entre el son y el guaguancó materializando un nuevo formato orquestal y donde el piano aparece como instrumento armónico principal y la ampliación de los vientos a tres o cuatro trompetas y tres trombones que les dan una sonoridad rabiosa. Fueron estos aportes, amén del sabor y la calidad con que esta orquesta asume la música popular caribeña que no termina en los límites de la Isla de Cuba. Que diría Luisito Luisito Maisonet si regresa de la tumba y descubre que hay un rumbón en la esquina del barrio con puro bembé y vacilón, de seguro echaría un pie con El Bombón de Elena. 
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