Mi existencia, rondaba los 18 años, comenzaba estudios de Derecho en la facultad del mismo nombre de la Universidad Central de Venezuela, también conocida por quienes somos sus agradecidos como “La casa que vence las sombras”.
Un atardecer en la Plaza Bolívar de Guama, sentado en uno de esos extrañados bancos de madera con esqueleto de aluminio, diseñados en la Escuela Técnica Industrial de Caracas y que brindaron comodidad a los habituales de los espacios públicos en todo el país, se acercó con un cordial y dulce saludo el joven sacerdote, cura, párroco de nuestra parroquia San José de Guama Pablo González Esquinas, español quien solía en los atardeceres acudir a esa plaza y conversar con las personas que allí se encontraran.
De tales momentos existen muchas anécdotas, hay una que suelo repetir: un viernes del Concilio, que podríamos decir abre la Semana Santa, había regresado de vacaciones. Después del saludo, mi párroco pregunta: A ver hijo ¿cómo van tus cosas? Sin duda, se refería a mis estudios.
El padre, además de párroco era nuestro buen amigo y guía espiritual. Contesté que tenía inconvenientes con una materia, Economía Política. Le dije que me costaba entenderla y no salí bien en la primera evaluación.
Mi amigo sugirió que le dedicara más tiempo y vencería el obstáculo, y agregó “ya veremos cómo te ayudamos desde aquí”. Le agradecí el gesto pero en mis adentros preguntaba ¿cómo me ayudaría?
Otra tarde, pero ya en agosto, se repite la escena en la plaza y el sacerdote sonriente pregunta: a ver hijo, ¿cómo van las economías? Soberbio y sonriente contesto: Bien padre, aprobé la materia. Qué bien, comenta el sacerdote, y sonriendo dijo: Seguro que le dedicaste más tiempo y alguien te ayudó.
Me dejó pensando y le dije: No padre, me dediqué a estudiarla casi todos los días; fuera de las clases yo lo hice todo. El sacerdote continuó sonriendo y agregó: hijo, siempre hay alguien que nos ayuda, aunque no lo veamos. Ese es ¡Dios! El tiene sus maneras y medios de actuación. La madrugada siguiente a nuestra conversación pedí al Señor que ayudara a todos los estudiantes de mi parroquia a rendir en sus estudios. Lo demás quedó en tus manos y, por supuesto, en las de Dios. Quiere decir que te llegó ayuda. Me sentí vergüenza y asentí. Desde esa tarde me vinculé más al padre González.
Una vez nos invitó a una convivencia que se realizó en un anexo a la iglesia de Cocorote. Aquello nos unió sólidamente. Asistimos jóvenes de todo el estado y con nuestros sacerdotes. Creo que hasta logramos un periódico donde exteriorizamos nuestras inquietudes y la parroquia San José de Guama se destacó.
No puedo olvidar aquella charla de nuestro sacerdote sobre “El amor y la caridad”, en donde brilló con aquellos conceptos, afirmando que quien practica ambas virtudes sobrepone “el tú sobre el yo”, y el hecho de lograrlo nos convertía en buenos cristianos.
Nos habló del cómo conversar con Dios, palabras más, palabras menos, que orar era conversar con Dios. Esa conversación, debía ser una charla entre amigos. De un lado, uno o varios de nosotros, miserables mortales y del otro, nada más y nada menos que el omnipotente, el todopoderoso, el infalible, el misericordioso y bondadoso Dios, creador del universo que siempre estaba dispuesto a escucharnos.
Decía, el hoy anciano monseñor González, que en esa conversación deberíamos hablar y plantear las cosas como las sentíamos y como deseábamos que se nos entendiera. Nuestro párroco, emocionado con los buenos resultados logrados en la convivencia, en su intervención final alzó la voz y gritó que estaba tan feliz que podía afirmar que durante estos días se había convencido de que ¡Valió la pena salir de España!
Años después a nuestro párroco, el obispo lo envió a otros destinos: Chivacoa, San Felipe y no ha salido de este destino. Hoy es monseñor, sigue fiel a su iglesia con su cerebro privilegiado y brillante oratoria al servicio de Dios.
Tenía mucho tiempo sin verlo, la última vez que lo vi fue en el sepelio de mi primo Gustavo. Al término de los oficios religiosos me acerqué, lo saludé y no me reconoció. Debí recordarle que era de Guama, seguía sin reconocerme. Ahí le dije mi nombre y dijo: Muchacho, el William que yo recuerdo era flaco, más bajito, con abundante cabellera y aquí lo que tengo enfrente es un señor alto, calvo y medio gordo.
Preguntó por mi esposa (él nos casó), le dije que había fallecido. Vi lágrimas en sus ojos, me abrazó y con voz queda dijo: Oraré por vosotros. Dios te bendiga. Me dio una palmadita y se marchó. Lo vi ya con la huella que los años han dejado en su preciosa humanidad.
Hoy, 24 horas después de celebrada, me llega una invitación para una misa en la Iglesia de La Ascensión con motivo de sus 90 años. Por lógica no asistí, pero desde el fondo de mi corazón quiero felicitarlo y decirle que le doy gracias al Buen Dios por haberlo puesto en mi camino, que es un gran ciudadano, que estoy entre los fieles de la iglesia yaracuyana que agradecemos su concurso positivo en nuestra formación como cristianos y que, ha sido hermoso haberlo conocido y compartir con él parte de su valiosa santa existencia. Lo admiro como ¡buen hombre de Dios! Para él solicitamos su santa bendición.