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miércoles, abril 23, 2025
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Crónica de una madrugada lluviosa

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Tres de la madrugada. Duermo plácidamente. El silencio reina en el ambiente. Todo está en calma.

En momentos así, debió inspirarse el compositor cuando plasmó en el papel aquella famosa expresión: “…Silencio en la noche, ya todo está en calma/, el músculo duerme, la ambición descansa…”.

A lo lejos, muy sutilmente, un ave nocturna deja escuchar un tímido silbido. Es la noche que despide el Sábado Santo para dar paso al Domingo de Resurrección. Me acosté cansado y tranquilo, venía de la procesión del Santo Sepulcro. Me quedé dormido, sintiendo, viviendo y agradeciendo esa paz que solo siente un espíritu tranquilo, satisfecho, lleno de bien.

Aquel agradable ambiente me brinda la paz y el reposo que todo cuerpo humano desea y disfruta.

De pronto, un ruido persistente rompe la paz del sueño. Abro los ojos, es un ruido agradable, conocido. Se trata de gotas de lluvia que sentí caer sobre el jardín vecino a la habitación que brinda un ambiente campestre al inmueble que me hospeda.

Recuerdo a Neruda en Temuco cuando afirmaba que “… Mi único compañero ha sido la lluvia”.

Me hace feliz escuchar la lluvia caer. El ruido aumenta, me acerco al jardín y observó que ya no son simples gotas de lluvia, ahora lo que tengo enfrente y arropa el jardín son gruesas gotas que en su conjunto y la fuerza con que caen, constituyen un torrencial aguacero que cae sin piedad sobre la tierra seca a causa de un largo y ardiente verano.

Veo caer la lluvia, los chorros que se forman al unirse todas las corrientes integradas por el agua al caer en el techo del viejo inmueble que me cobija, forman una corriente que las transforma en pequeñas cascadas que invitan a bañarse en ellas, llenando de vitalidad mi cuerpo. Sin pensarlo mucho, aceptó esa invitación, y tal como lo he hecho desde niño, dejó que las cristalinas y puras aguas, al entrar en contacto con mi humanidad, acaricien y proporcionan un placer indescriptible que me lleva a reconocer la existencia de un Dios Bueno.

Concluido este hermoso y agradable baño, voy a la cocina, el cuerpo exigía algo caliente. Hay indecisión entre té y café. Prudentemente, elijo un té. Al llegar a la cocina, trato de encender la luz y el bombillo no prende. ¡No había corriente eléctrica! Evito contrariarme y utilizo una lamparita de emergencia. Logro iluminación aceptable, trato de encender la cocina, no lo logro, olvidé que desde hace dos meses no dispongo del valioso combustible.

Tomo un vaso, lo lleno de agua, estoy contrariado, consumo el agua, me siento en una amplia mecedora, miro el techo, las paredes, suspiro. La impotencia me domina. En una clara pared, debidamente ubicada, una imagen de la Virgen Milagrosa concentra mis pensamientos y no dejo de observar mientras concluyo diciendo para mis adentros: ‘¡Pensar que tú, Virgen Santa, no tienes la culpa y nada puedes hacer!

Así, al compás del vaivén, de la suave mecedora, mientras una suave brisa acaricia mi rostro y ungato blanco con redondas manchas negras se acerca a mis piernas y las roza suavemente, la frustración que experimento no cesa, trato de llevar las cosas con tranquilidad, paciencia, llegando a la consabida conclusión de que: ¡Olvidé que me encontraba en la Venezuela del siglo XXI!

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