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lunes, diciembre 15, 2025
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Trago Amargo…Sobre el perdón y el tiempo

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Perdonar no es tan sencillo como suena. Todos hemos escuchado que es una virtud, una forma de paz interior o incluso una prueba de sabiduría; hasta hemos llegado a pensar por aprendizaje que, si no poseemos la capacidad innata de perdonar todo, algo malo ocurre en nuestra conciencia. Sin embargo, cuando llega el momento real de hacerlo, algo dentro de nosotros, ciertamente, se resiste. Es como si la herida que intentamos cerrar se negara a desaparecer solo porque decidimos ser nobles. Perdonar duele, y esa es la primera verdad que suele olvidarse.

Todas las tradiciones, sean religiosas o humanistas, insisten en su valor. Hablan del perdón como un acto de grandeza, es una puerta hacia la serenidad. Pero en la práctica es otra situación. Tal vez porque el perdón nos enfrenta con una realidad innegociable: el pasado no cambia. Nada de lo que fue puede rehacerse, y aceptar eso a veces pesa más que el agravio mismo. No se trata de justificar ni de olvidar, sino de asumir que lo ocurrido es parte de la trama de nuestra historia, y que solo podemos decidir qué hacer con esa carga en el presente.

El pasado es inalterable, pero el presente sigue vivo, moldeable. Y ahí es donde el perdón cobra sentido. Cuando uno deja de pelear con lo que ya ocurrió, gana una nueva libertad: la de actuar de otro modo aquí y ahora. Perdonar, en ese sentido, no es retroceder ni rendirse, sino avanzar con menos peso. Es decir, “esto me pasó, pero no me define”.

Para quien ha sido herido, perdonar puede ser un acto de supervivencia emocional. No se trata de borrar la ofensa, sino de impedir que siga gobernando nuestras decisiones. El perdón convierte la herida en aprendizaje, y el resentimiento en energía reciclada. Dejar ir no es olvidar, sino liberarse de la necesidad de repetir el daño cada vez que lo recordamos. Y para quien ha causado el daño, el perdón también puede ser redentor, pero solo cuando hay un arrepentimiento sincero.

Pedir perdón no es un simple trámite verbal; es el reconocimiento de enfrentarse y haber sido derrotado por la propia fragilidad humana. Es admitir que uno fue capaz de fallar, de herir, y que aun así quiere y necesita aprender de ello. Nadie puede desandar el camino recorrido, pero sí puede recorrer el siguiente tramo con más conciencia.

Perdonar, en el fondo, es una forma de aceptar nuestra naturaleza imperfecta. Todos erramos, todos tropezamos, todos lastimamos, a veces por ignorancia, otras por orgullo. El perdón es la declaración consciente de que nuestras equivocaciones no son veredictos eternos, sino parte del proceso de crecer y comprender. Y esa comprensión también implica ser responsables: no permitir que nuestras lecciones se conviertan en dolor para otros.

Sin embargo, el perdón no puede imponerse. No se concede por deber ni por presión, sino cuando verdaderamente surge el deseo de soltar. Obligar a alguien a perdonar es como ordenar que ame: es vaciarlo de sentido. El perdón auténtico es libre porque nace de la búsqueda de paz, no de la necesidad de complacer a otro. No es olvido, sino calma. No es debilidad, sino libertad interior.

Hoy, en una época donde el resentimiento y la polarización parecen contagiarlo todo, perdonar puede ser un acto de resistencia espiritual. No contra alguien, sino contra la perpetuación del odio. Quien perdona rompe la cadena del daño y decide mirar hacia adelante. Tal vez por eso el perdón no es una concesión moral, sino una conquista humana: la capacidad de vivir sin quedar atrapados en la herida o el pasado.

Al final, perdonar no se trata tanto del otro como de uno mismo. Es una forma de decirse “ya basta”, de dejar de habitar las ruinas de lo que fue, y abrir espacio para lo que aún puede ser. Y quizá ahí está la mayor sabiduría del perdón: entender que no hay pasado que nos esclavice cuando aprendemos a mirarlo con serenidad, y no con resentimiento. El perdón, así como toda la verdad que implica, nos hará libres.

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