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lunes, octubre 20, 2025
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Trago Amargo…Santos

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La palabra “santidad” suena casi arcaica, como si perteneciera a un sumario de conceptos olvidados. Sin embargo, más allá de su connotación religiosa, la santidad sigue siendo una idea viva, un recordatorio de que aún es posible aspirar a una forma profunda de bondad. No se trata de figuras, ni milagros, ni oraciones, ni promesas, sino de una manera de ser y de estar en el mundo. Estudiando el principio que la sostiene, creo que la santidad tiene al menos tres dimensiones que hoy se entrelazan más que nunca: la religiosa, la espiritual y la humana.

La dimensión religiosa es la raíz más antigua del concepto. En la tradición católica, la santidad representa el llamado a vivir de tal modo que la fe se transforme, en ejemplo, en inspiración. No se trata de ser perfectos, sino coherentes: vivir lo que se cree. Los santos, en realidad, son personas comunes que decidieron hacer de su fe un camino público, visible, una pequeña luz que guía e invita a otros. Su vida deja una huella que empuja, motiva y recuerda que la fe sin testimonio es solo una idea. En tiempos de irreverencia y saturación mediática, los ejemplos de vida santa —como los de Francisco de Asís o Teresa de Calcuta— nos siguen recordando que una convicción auténtica puede mover montañas.

La segunda es la dimensión espiritual, más íntima y universal. Esta no es propiedad de ninguna religión: es la búsqueda de una vida centrada en valores altos y puros, esos que elevan al ser humano por encima de su ego. La santidad espiritual nace del corazón humilde, del que entrega sin esperar algo a cambio, del que ora por dentro y actúa por fuera. Vivir espiritualmente santo no significa aislarse del mundo ni despreciar lo material, sino darle sentido. La persona que vive en esta dimensión convierte su rutina en un acto de devoción hacia la humanidad. Su oración no siempre tiene palabras, pero sí gestos: paciencia, perdón, empatía, escucha.

Por último, la dimensión humana es la que da cuerpo y acción a las otras dos. La santidad no puede quedar encerrada en templos ni en pensamientos: necesita manos, gestos y voluntad. Ser santo —en clave humana— es comprometerse con la justicia, con el bien común, con el esfuerzo de mejorar la vida de alguien más.

Puede ser el voluntario que alimenta a un desconocido, la enfermera que atiende con ternura o el vecino que escucha sin juzgar. Esta es la parte más tangible, la que convierte la fe y la espiritualidad en cuerpo y en obra. Porque la santidad no florece en el aislamiento, sino en la relación, en la acción concreta que deja huellas de bondad.

Hablar de santidad puede parecer contracultural, casi antagónico, en un mundo que exalta la fama, la inmediatez, lo material y el éxito. Pero tal vez por eso mismo se hace tan necesaria. Ser santo, en pleno siglo XXI, podría significar simplemente resistirse a la indiferencia. Y en tiempos donde la empatía parece un lujo, la santidad —como idea, como actitud, como opción— vuelve a recordarnos que aún es posible ser profundamente humanos.

Hoy, que nuestro país entristecido por tantas vicisitudes del presente celebra la elevación a santos de dos seres ejemplares, la madre Carmen Rendiles y el Dr. José Gregorio Hernández, es esencial debatir y hacer introspección de las veces en que nuestra naturaleza superficial se ha antepuesto al servicio más simple por el prójimo, colocando el papel de los santos en un lugar solo para la petición particular de favores, para mero espectáculo cultural o religioso.

No podemos olvidar que la particularidad más universal de la santidad es la ruta de vida de quienes la representan: una monja dedicada al cuidado y amor incansable de los enfermos, o un médico que no tuvo reparos ni límites para servir por la salud de quien lo buscaba, principalmente los más pobres. A estos, nuestros santos, como todos los santos, los encontraremos donde siempre han estado, en la realidad de los necesitados.

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