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lunes, noviembre 3, 2025
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Trago Amargo…El mito de la igualdad

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En España se ha propuesto eliminar el llamado ministerio de la igualdad, una invención de las agendas progresistas que amasan y proponen pociones mágicas a problemas románticos, muy idealistas, pero en exceso extravagantes. Pocos conceptos han sido tan manipulados como la igualdad. Se la invoca en discursos políticos, se hacen con ella banderas ideológicas que sirven para todo, se la enseña en las escuelas como dogma y se la celebra en campañas mediáticas como si fuera un beneficio alcanzable.

Sin embargo, el afán de construir una sociedad donde todos seamos iguales ha derivado en una paradoja: mientras más se legisla para igualarnos, más se nos pretende privar de lo que nos distingue. La idea de la igualdad no solo contradice los más esenciales preceptos de discusión filosófica, sino la propia naturaleza humana.

En nombre de la igualdad se han promulgado leyes, creado direcciones y llenado oficinas de burócratas que viven de “proteger” derechos teóricos que nunca llegan a concretarse. Son los guardianes de una idea que, en la práctica, se vuelve absurda. Porque el intento de suprimir las diferencias naturales entre las personas termina siendo una forma sofisticada de control social: se regula lo que se puede decir, se define lo que se puede pensar y se castiga al que disiente del pensamiento correcto.

La igualdad se vuelve un muro invisible que limita la libertad bajo la apariencia de justicia. Detrás del discurso igualitarista late una verdad incómoda: no todos partimos del mismo punto ni tenemos las mismas aspiraciones. Y no debería ser necesario ocultarlo. Hay personas más tenaces, más creativas, más disciplinadas. Otras prefieren caminos distintos, menos competitivos, más tranquilos. Pretender que todos merecemos lo mismo solo por existir, sin importar el esfuerzo o el mérito, no es justicia: es paternalismo disfrazado de virtud.

El problema se agrava cuando los Estados, amparados en ese ideal, construyen estructuras pesadas de burocratismo que reparten privilegios en nombre de la equidad. Al final, el ciudadano termina dependiendo del burócrata que decide quién necesita ayuda y quién no, quién pertenece al grupo protegido y quién debe pagar los costos del sistema. Un círculo vicioso donde la igualdad se convierte en excusa para perpetuar el poder.

La igualdad total es imposible, no porque falten buenas intenciones, sino porque choca con la naturaleza humana. Vivimos en un mundo de contrastes: las diferencias enriquecen, no hieren. La vida social no se sostiene sobre la nivelación, sino sobre el reconocimiento mutuo de esas diferencias. Y cuando la política olvida esto, sustituye la libertad por una ilusión moral que muchos repiten, pero pocos comprenden.

La verdadera igualdad no consiste en igualar resultados, sino en garantizar que todos tengan las mismas reglas, derechos y oportunidades para intentarlo. Más allá de eso, cualquier intento de uniformar la sociedad termina quitándole al individuo su responsabilidad y su autonomía. Eso no es justicia: es infantilización colectiva.

Hoy, en nombre de la igualdad, se censuran ideas, se reescriben lenguajes y se dictan normas que definen qué opinar o cómo tratar a los demás. No se busca convivir con las diferencias, sino eliminarlas. Inclusive, se aplican nuevos preceptos de restricción que, en nombre de la igualdad, son un atentado directo los principios universales de libertad, como los conceptos de odio o de violencia de género. Y esa es la tragedia de nuestro tiempo: la igualdad como dogma se volvió una herramienta para imponer pensamiento único.

La igualdad, cuando deja de ser un principio legal y se convierte en un ideal social obligatorio, se transforma en tiranía. Tal vez ha llegado el momento de admitirlo: lo que el mundo necesita no es tanto igualdad, sino libertad y respeto por las diferencias. Porque cuando todos piensan igual, nadie piensa demasiado.

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