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lunes, octubre 13, 2025
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Trago Amargo…Detectives digitales

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Actualmente, las redes sociales parecen tener un botón de “sentencia inmediata” donde cualquier hecho que suene escandaloso se convierte en el juicio del día. Basta una foto borrosa, un rumor medio cocinado o un video sacado de contexto para que las opiniones empiecen a dominar.

La indignación es como gasolina, y el trending topic, la chispa que prende fuego. El problema no es que la gente opine, eso es natural y hasta saludable en una sociedad plural. El verdadero riesgo es cuando esa opinión se transforma en condena, sin más pruebas que la narrativa que esté mandando en el momento.

En Yaracuy hemos tenido casos recientes que se encuadran en esta visión inicial, eventos que por su forma han conmocionado a la opinión pública y, si bien como dijimos, esto es un efecto propio de la naturaleza dominante de las redes sociales, no es menos cierto que detrás de esta fácil forma de juzgar subyace un peligro de credibilidad institucional que debemos, al menos, alertar.

Todo comienza con un delito llamativo: un robo violento, un presunto abuso, algún golpe de corrupción que en segundos se esparce por todos los timelines. Entonces aparece la reacción automática: “Ese es el culpable”, “lo sabía, siempre fue así”, “hagan justicia ya” o “debemos proteger a nuestras víctimas”, una suerte de tropelía que toma postura inmediata.

Y claro, el algoritmo se dispara porque cada comentario alimenta la tendencia. Sin embargo, detrás de ese vociferar, un veredicto a golpe de emotividad está la fragilidad de la verdad: muchas veces los hechos, una vez aclarados, no coinciden con ese relato inicial que se hizo viral.

Y esa predisposición a esperar que la culpabilidad sea una corroboración de la sospecha colectiva infundada, ahora se convierte en un desconcierto que va en dirección contraria a la verdad o la justicia, siendo la exactitud tratada como complicidad. Qué peligro.

La propensión es clara: linchamos digitalmente antes de conocer la historia completa. Llegamos a confundir presunción con certeza, y sospecha con evidencia. En ese terreno, cualquier reputación puede quedar destrozada, incluso si, días después, resulta que la persona señalada no tuvo nada que ver. Y ahí es donde queda un sinsabor pesado: la rectificación nunca tiene el mismo alcance ni la misma fuerza que el señalamiento inicial. La masa virtual se mueve rápido hacia el próximo escándalo y la imagen del “inocente que fue culpado” se queda como letra pequeña en el pie de página del algoritmo, y en Internet es casi imposible limpiar un nombre.

Hablar de esto no es pedir silencio ni neutralidad absoluta; es pedir responsabilidad. Porque opinar sin saber y arrastrar a otros a esa “certeza instantánea” es jugar con vidas ajenas. La decepción más grande se da cuando el esclarecimiento contradice con dureza lo que se creyó al principio. Y no, nadie de la multitud se pregunta por el daño hecho: el momento de indignación fue satisfactorio, y el resto, “tema cerrado”.

En esta cultura de la inmediatez, la prudencia suena aburrida, poco atractiva, y para algunos hasta cobarde. Pero la verdad necesita tiempo, pruebas, contexto. Si algo debería enseñarnos la sobreexposición a escándalos online es que la primera versión rara vez es la definitiva. Cambia, se matiza, se contradice. Y esos cambios son los que marcan la diferencia entre la justicia y la persecución, entre la opinión informada y el prejuicio disfrazado de certeza.

Al final, la libertad de opinar trae consigo una carga que muchos olvidan: la responsabilidad de no destruir a alguien o una institución por un relato incompleto. En redes sociales, todos somos jueces potenciales y el veredicto puede ser más duro que cualquier tribunal real.

¿Somos capaces de preguntarnos si lo que decimos contribuye a esclarecer o simplemente a condenar, peor aún, a enturbiar? Porque cuando la ola pasa y la verdad llega, lo que queda no es solo el recuerdo de un escándalo, sino el eco incómodo de haber hablado sin saber. No por ver una serie policial se es un gran detective.

Leer también: Amarillismo digital

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