Candelario vendía libros en la plaza del Mariscal Sucre, la plaza de pisos ajedrezados y mesas con mosaicos de mármol blanco y negro incrustado en su centro. Una mañana de domingo llegó un niño; observaba los libros usados expuestos en la larga mesa, sin hallar alguno que llamase su atención.
“¿Qué buscas?”, preguntó el poeta vendedor de libros. “Busco un libro que revele los secretos del ajedrez”, respondió el niño, que dejaba correr una lágrima en su cara, lágrima de una mezcla de tristeza y rabia. “No sé si tenga tal libro, es más, no sé si exista tal libro, pero si conversamos sobre lo que te pasa, tal vez pueda ayudarte”, el poeta mostró interés en lo que le ocurría a aquel niño con cara triste.
El niño respondió, mientras secaba su cara: “Fui desterrado de casa por mi propio padre por perder una partida de ajedrez y dejar pasar una combinación que me llevaba a la victoria… No podré volver a casa si no soy el mejor”. “¡Tu padre debe estar loco…!”. “No está loco, tiene razón, así es como se forman los ganadores”, argumentó el niño.
“¿Cómo?, ¿Abandonándolos a su destino por perder una partida de ajedrez?”, preguntó el señor librero. “La enseñanza no está en el abandono, la enseñanza está en no conocer la derrota”, replicó el joven. “Hay muchas otras formas para enseñar a un ganador”, señaló el poeta.
“¿Entonces, tienes el libro que busco?”, lo interrumpió el niño mostrando desinterés en el consejo que le daba el poeta. “No, no tengo tal libro, la verdad no creo que exista, pero sí tengo un libro de ajedrez que puede ayudarte a no cometer errores”. El poeta buscó entre los libros guardados en una caja que no estaba a la vista; al encontrarlo, sacudió un poco el polvo de la tapa y entregó en las manos al joven ajedrecista aquel libro con tapa de cuero negro con letras doradas que revelaba el título del texto: “La peregrina de las 64 casillas”.
“No sé si deba darte a conocer este libro”. “¿Por qué?”, preguntó el niño, que ya se había apoderado del libro. “El anciano que lo trajo en sus últimos minutos de cordura me contó que todo aquel que lee el libro y realiza la peregrinación en algún momento conoce una hermosa dama, y ella será quien secuestre sus pensamientos el día de su cumpleaños 64. Después de decir esto, el anciano se marchó y dijo: “Mi dama me espera…”.
“Me llevo el libro”, dijo el niño sin dar importancia a lo que acababa de contarle el poeta librero, mientras hojeaba el texto y se dejaba atrapar por el mapa de peregrinación de la primera página.
“Iniciaré el recorrido de este peregrinaje, seré el desterrado de casa por mi padre, desterrado por mí mismo de mi propio país, he quedado huérfano de tierra, pero he encontrado refugio en las 64 casillas de la reina peregrina, viajaré conociendo cada continente como lo indica el mapa, y al final del recorrido seré el perfecto rey asesino, seré recordado entre grandes maestros ajedrecistas como “Rey Peregrino”. Y sacó del bolsillo el grueso anillo de oro con forma de serpiente que arropa la piedra de ónix negro, anillo que aún no cabía en su dedo y que perteneció al abuelo que no conoció, luego a su padre y ahora a él; no quería conservar nada con relación a su padre, y se lo entregó como paga por el libro al poeta.
“No puedo aceptar este anillo, es de mucho más valor que el libro que te estoy entregando; para que el cambio sea justo, debo regresarte dinero, así de ese modo podrás iniciar tu viaje y tendrás lo suficiente para comer unos días.
El niño aceptó el dinero, se despidió del poeta y emprendió su camino hacia la maestría, adentrándose en las páginas de aquel libro que ahora sería su maestro, su compañero de viaje, su almohada por las noches y su amuleto, su objeto de mayor valor.
Desde ese día solo viviría por y para el ajedrez, recorrería los lugares señalados en el libro, cruzaría mares, tierras, conocería continentes, países con costumbres y culturas distintas para perfeccionar su ataque, su defensa, jugar sin cometer errores hasta encontrar a “La Peregrina de las 64 casillas”.
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