El triunfo de Donald Trump en las elecciones presidenciales de Estados Unidos encierra más, mucho más, de lo que parece a primera vista. Como ya hemos sostenido, se pueden compartir o no las ideas o posturas de Trump, pero en el aspecto político y de manejo de estrategias, acaba de dar una lección magistral. El hoy electo presidente de la primera potencia mundial enfrentó las más diversas complicaciones, y revisar las estrategias fallidas de sus detractores puede servirnos de explicación para la realidad actual de lo que algunos insisten en llamar la derecha que, como si fuese un ciclo expuesto por Dilthey, está recuperando espacios de una manera cada vez más categórica. Veamos los más resaltantes elementos de la fracasada agenda progre que, en su delirio y separación con la realidad, ayudó a Trump a consolidarse como lo que hoy representa.
Debo comenzar por la separación poder – pueblo. El Partido Demócrata, con posturas izquierdistas, populistas y asistencialistas, tenía una visión de un país que, no solo no existe, sino que es diametralmente opuesto al que creían. Los objetivos intangibles en la política no existen en determinados contextos. La patria, la democracia, la libertad o los derechos, sí podrían ser elementos centrales de una discusión política o una campaña electoral, pero nunca cuando esos elementos son lejanos al ciudadano. Basta con releer a Maslow o revisar su famosa pirámide de las necesidades humanas.
No se le puede pedir a ningún pueblo que hable de romanticismos políticos cuando no tiene como llegar a fin de mes, como llevar un mínimo de estándar de vida, y, en el caso de la sociedad estadounidense, era algo nunca visto desde el siglo pasado. Que el empleo, la economía o la seguridad, primeros aspectos de la necesidad humana no estén cubiertos, demanda acciones inmediatas para la ciudadanía, sobre todo por parte de quien ejerce el poder. Esa campaña de Kamala Harris, más dedicada a descalificar a Trump que a explicar la necesidad de su elección fue, por decir lo menos, muy torpe.
Después tenemos precisamente la incidencia de Kamala Harris, actual vice presidenta de Estados Unidos, en sus casi incomprensibles propuestas de gobierno. En este sentido, es algo tan simple como responder el porqué no se ha podido realizar un mejor plan de gobierno, cuando quien lo propone, ejerce el gobierno. Kamala simbolizaba a la candidata que aspiraba la reelección, cosa que también simbolizaba Trump, pero a diferencia de éste, la candidata demócrata se enredaba cuando no podía explicar que las desastrosas cifras del gobierno de Biden también eran sus cifras. Como si se tratara de una reelección de un alcalde de una zona rural, Kamala vendió el cuento de hacer, ahora sí, la acera, la misma que no había podido hacer en casi cuatro años.
Mención aparte merecen los influencers o artistas que apoyaron abiertamente a Kamala Harris y que, si bien cada persona tiene el derecho de fijar o expresar su postura política, forjar una estrategia de trasladar su fama o seguidores como si fuesen votos es, en cualquier momento, un infantilismo. La cantante Taylor Swift, por citar una, debería asimilar que sus más de trescientos millones de seguidores en redes sociales, la siguen por sus canciones o su espectáculo, no precisamente por su escasa sapiencia política.
Algunos artistas como Beyonce, dieron unos discursos que atentaban contra toda racionalidad, como, por ejemplo, decir en un rally que pedía el voto para Kamala más que como cantante como madre, cuando Harris es abiertamente pro aborto. En ese mismo derrotero, fueron vapuleados “Los Vengadores”, es decir, los personajes que los representan, casi sufriendo del delirio que sirvió de guion a la película “Birdman”, donde un actor venido a menos, confunde sus pensamientos con los del súper héroe que representaba. Para los seguidores de la franquicia de Marvel, en este universo, el villano Tanos, o, diríamos Trump, los derrotó, y sin necesidad de chasquear sus dedos.
Existe en el mundo actual, una verdadera batalla cultural que tiene como campo de confrontación la política y sus propuestas y efectos. El globalismo es un aspecto de esta batalla, y eso no es más que instaurar políticas más allá de las realidades sociales y particulares de cada nación. Un ejemplo claro de ello es la Unión Europea, excelente idea y concepto, pero que actualmente está desnudado en su fracaso.
Cuando se inició la UE, su crecimiento económico estaba a la par del de Estados Unidos, pero actualmente, posee una brecha negativa de casi un 40 % en algunos casos. Otra idea fallida de integración puede ser cualquier ejemplo, desde la Organización de Estados Americanos, Mercosur y más recientemente los Brics, que están patinando en la idea de una moneda única que desplace al dólar.
Sin embargo, el globalismo no solo se orienta por lo económico, sino que lanza un compendio de dilemas contra las sociedades para sostener conflictos de forma artificial. De allí nace la agenda woke, que propone un esquema de oprimido/opresor, en donde el despertar del oprimido obliga la implantación de política absurdas, insostenibles y hasta contraproducentes.
La agenda woke, en su rama feminista, habla como si se tratara del Siglo XIX; en lo laboral, recrea la tesis de los burgueses contra la prole; en lo racial, enarbola la bandera de la supremacía blanca sobre los negros u otros grupos étnicos, creando un racismo inverso; y así, diversos ejemplos en donde la regla es que, en nombre de un oprimido (generalmente una minoría que no reclama por ello o que no lo siente así, pero un grupo se encarga de reclamar), obligue a la mayoría a cambiar el sistema a favor de, supuestamente, cambiar esa realidad por el utópico principio de la igualdad. La única igualdad posible es la igualdad ante la ley, nada de artificios proselitistas ni propagandísticos.
La izquierda, alineada con el globalismo y la agenda woke, ataca con ferocidad a quienes se le oponen, no debate, sino que descalifica, con las gastadas etiquetas que previamente ha configurado: racismo, clasismo, capitalismo, fascismo, totalitarismo, etc. Aquí viene a colación el que el Partido Demócrata descalifique, con el arrebato emocional e histérico de sus seguidores, a quienes votaron por Trump, y resulta que quienes votaron por él fue la mayoría del país en pleno, logrando la histórica victoria de barrer en los colegios electorales (elección en segundo grado), voto popular (mayoría absoluta), mayoría en el Senado y mayoría en la Cámara de Representantes.
Descalificar como irracionales a quienes no apoyaron a Kamala Harris, es el equivalente a que una minoría, medida y cuantificada, insulte a una mayoría evidente por no compartir sus difusas ideas. Trump ganó, en buena parte, porque al atacarlo con argumentos burlescos como que era de las élites y, a su vez, el candidato de los no preparados, del populacho, del ciudadano de las zonas rurales, del descontento (cuando el mismo provenía de la pésima gestión de Biden), polarizaron a la perfección el wokismo, unos privilegiados que se sienten oprimidos, por una mayoría que ni se ha enterado ser opresora. La victoria de Trump obligaría a una reinvención de la izquierda global, pero es mucho pedir.
Problemas como el feminismo, el perder el derecho al aborto, el retroceder el cambio climático (qué cosa más pueril), el regreso a la esclavitud, la pérdida de la libertad, la pérdida de la democracia, entre tantas, fueron las consignas anti Trump y, sin embargo, quienes las promovían, lo hacían insultando al oponente, desautorizándolo, ignorándolo, desacreditándolo, desde los grandes medios de comunicación.
Muchos se retiran de X, porque “ha perdido su esencia”, pero no se retiraron de las redes sociales que silenciaron e invisibilizaron a Trump durante más de dos años, negándole toda posibilidad de informar o ejercer su libertad de expresión. La razón de la victoria de Trump es el estandarte desfasado de la izquierda, y vendrán derrotas peores.