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jueves, diciembre 4, 2025
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Horror digitalis

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Durante siglos, la humanidad ha reflexionado sobre la naturaleza del mal. Me refiero a esa idea básica de cualquier conducta, decisión, omisión o situación que produce daño o sufrimiento, contraria al bien y a la dignidad humana. Filósofos, teólogos y sociólogos han intentado determinar si este aumenta con el paso del tiempo o, más bien, si se transforma según el contexto cultural y las herramientas de cada época.

Hoy, en la era de las redes sociales y la conectividad absoluta, esa incertidumbre cobra una urgencia distinta. Cada día, entre los titulares y los videos que circulan en la pantalla, presenciamos relatos de violencia extrema, abusos inimaginables y actos cometidos por quienes deberían representar amor, orientación, educación o protección. ¿Estamos realmente frente a un incremento de la maldad, o frente a una visibilidad sin precedentes de lo peor del ser humano?

El ojo digital del siglo XXI actúa como un espejo aumentado. Las redes sociales no solo informan; también exhiben, conmocionan, juzgan y, a veces, deforman. Casos de abuso sexual infantil, secuestros, asesinatos entre amigos o miembros de una misma familia, e incluso la comercialización de material pornográfico protagonizado por menores, circulan con la velocidad de un clic. Lo que antes quedaba silenciado por miedo, complicidad o falta de medios para revelar, ahora se amplifica con una fuerza impensable. No obstante, esta exposición genera un dilema moral y estadístico: ¿realmente hay más maldad que antes, o simplemente estamos viendo, casi en tiempo real, lo que siempre ha existido oculto?

Mientras algunos analistas sostienen que vivimos una época de degradación ética progresiva, otros advierten que la percepción de incremento responde a una sobreexposición informativa. En el pasado, las fronteras del conocimiento eran más estrechas; un crimen abominable podía permanecer circunscrito a una comunidad, una nación o incluso una familia, apenas divulgado por rumores o la oralidad.

Hoy, en cambio, la difusión instantánea globaliza el horror. Así, un caso ocurrido en el más pequeño pueblo puede volverse viral en segundos, moldeando la noción de que el mundo está sumido en una creciente oscuridad. Sin embargo, la masificación de estos relatos no solo genera alarma.

También ha permitido que miles de personas se atrevan a denunciar lo que antes callaban. Se podría decir que, paradójicamente, el mismo sistema que nos confronta con la crueldad cotidiana es el que brinda herramientas para combatirla. Plataformas digitales, organismos internacionales y movimientos civiles han surgido con más fuerza precisamente porque la indignación colectiva necesita canales inmediatos de expresión. La conciencia social se expande, aunque a un costo emocional cada vez más alto.

Aun así, persiste la inquietud de fondo de este artículo: ¿ha cambiado el corazón humano o solo su capacidad tecnológica de mostrar sus sombras? Nietzsche escribió que quien mira demasiado tiempo al abismo corre el riesgo de que el abismo devuelva la mirada. Las redes, como nuevo abismo contemporáneo, nos obligan a mirar sin descanso esa violencia que ya no podemos ignorar. Quizás no se trate de un aumento del mal sino de nuestra cercanía con él, del modo en que ahora se instala en nuestras rutinas visuales, en nuestra psiquis abrumada de tanta información, debilitando nuestra sorpresa y nuestra humanidad.

En definitiva, mi reflexión o la de cualquiera no puede limitarse a estadísticas o percepciones. Si vemos más maldad es porque, en parte, nos hemos convertido en testigos omnipresentes. Pero también porque cada generación se enfrenta a la compleja tarea de redefinir lo que entiende por bien, por mal, y por humanidad. Las redes no solo revelan el horror: revelan también nuestra capacidad —o incapacidad— de resistirlo. Y quizás sea ese el verdadero desafío de nuestra época, entender que lo que se muestra no siempre es nuevo, sino el horror sin máscaras.

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