Los números son escalofriantes. Cada semana, los hospitales y morgues del país reciben nuevas víctimas de accidentes en motocicletas. En Yaracuy, como en muchas otras regiones de Venezuela, se vive una auténtica epidemia sobre ruedas, una tragedia social que avanza sin que se adopten las medidas necesarias con la rigurosidad que la situación exige, como el problema de salud pública que es.
Para entender bien esta crisis, basta con figurarse una historia que se repite todos los días en nuestro país, —digamos de la familia Fulano (o ponga usted el apellido que desee)—, cuya vida cambió para siempre una noche cualquiera. Juan, de 27 años, era el sostén principal del hogar, trabajador, responsable, conductor de motocicleta, quien tras una larga jornada regresaba a casa. Al tomar una curva peligrosa, un conductor imprudente y sin casco, a exceso de velocidad y bajo efectos del alcohol, lo alcanzó en la vía. Juan cayó y sufrió heridas fatales. Su esposa y sus dos hijos quedaron devastados, sin el sustento y con un dolor profundo que podría haberse evitado con educación vial, controles estrictos y respeto a las normas. Haga este ejercicio narrativo con los nombres, el lugar o el momento cualesquiera.
Este dolor es la cara humana de estadísticas estremecedoras: solo en septiembre de 2025, en todo el país se contabilizaron 295 accidentes viales, —casi 10 por día—, con 142 muertos y 375 lesionados, y más del 50 % de las víctimas fatales eran motorizados, la mayoría jóvenes de entre 20 y 34 años. La imprudencia, la impericia, el exceso de velocidad y el alcohol están detrás de la mayoría de estos incidentes fatales. Como en el relato anterior, basta con que alguno violente el sentido de prudencia al conducir para producir una desgracia a escala mayor.
El incremento en el uso de motocicletas responde a una situación de pobreza que convierte estos vehículos en una herramienta indispensable para movilidad y sustento, especialmente en servicios de mototaxi y delivery, aunque estos grupos tienen menor incidencia de accidentes.
Sin embargo, la tragedia no es solo la cantidad de motos en las calles. La falta de formación básica para manejar, procesos inexistentes para obtener licencias y una casi nula fiscalización hacen que las motos se conviertan a su vez en proyectiles de riesgo que amenazan la vida de todos, y hasta pueden complicar la existencia de conductores de otros vehículos que se ven envueltos por desgracia en estos accidentes. Me atrevo a decir que hay un temor silente al conducir carros, ya que se implora no cruzarse con algún motorizado imprudente.
Comparativamente, Brasil y Colombia enfrentaron crisis similares: en Río de Janeiro, el aumento continuo de accidentes motivó la implementación de carriles exclusivos para motos con resultados claros en reducción de fallecimientos; mientras que Colombia, con el peor índice regional de mortalidad de motociclistas, ha reconocido la situación como una emergencia de salud pública, donde solo la educación vial, controles severos y sanciones ejemplares han empezado a mostrar avances.
En Venezuela, a pesar de normativas como el uso obligatorio de casco integral y límites en pasajeros, su aplicación y efectividad es mínima, con autoridades que usualmente no hacen cumplir las reglas. La diferencia con otros países es clara: allá, la tragedia fue enfrentada con políticas integrales y sostenidas, mientras que aquí la epidemia sigue su curso, cobrándose vidas día tras día.
La historia de la familia Fulano pareciera ficción, pero es la realidad de cientos que padecen el golpe silencioso de esta epidemia nacional. No es solo una cifra en un reporte. Son vidas truncadas, hogares destrozados y futuros robados.
Es imperativo poner en marcha una gran operación nacional de educación, fiscalización y sanciones ejemplares para frenar y erradicar esta tragedia que nos golpea potencialmente a todos. Mientras esta epidemia sigue avanzando con paños tibios como respuesta el costo es demasiado alto, la pérdida de nuestros jóvenes y la destrucción de familias enteras.
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