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lunes, noviembre 10, 2025
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Trago Amargo…Existo, luego merezco

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Un extraño fenómeno social crece peligrosa y silenciosamente: la creencia de que todo se merece por el simple hecho de existir. Bajo el amparo de un discurso progresista malentendido, se ha instalado la idea de que esforzarse, competir o superarse son prácticas opresoras y que la sociedad debe garantizar satisfacción, reconocimiento y bienestar sin exigir nada a cambio. Este espejismo del merecimiento automático no solo trastoca valores esenciales como el esfuerzo o la responsabilidad individual, sino que también fractura la cohesión social al generar privilegios artificiales y resentimientos colectivos.

Uno de los efectos más nocivos de esta cultura es la normalización de la dependencia económica como derecho. En varios países se ha difundido la política de subsidiar la inactividad, transfiriendo recursos del trabajador productivo al que no produce. Así, mientras algunos se levantan cada día para contribuir, otros reciben sin aportar, reforzando un círculo vicioso que desalienta la productividad.

No estamos hablando de solidaridad ni mucho menos; es parasitismo institucionalizado. El resultado es un Estado agotado en recursos que exprime a sus ciudadanos fructíferos para dar su parte a una población cómoda y floja cada vez menos dispuesta a responsabilizarse de su propio destino.

El fenómeno de los okupas, tan alarmante en España y que fue un problema superado en Venezuela, es otra manifestación de esta distorsión moral. Se ha legitimado la idea de que quien no tiene vivienda posee derecho a usurpar la de otro, desplazando al propietario legítimo. Esa inversión de valores, donde la miseria se convierte en argumento de justicia, destruye el principio básico de la propiedad privada y consolida una narrativa perversa: el Estado debe reparar la desigualdad no fomentando el trabajo, sino castigando al que produce y al que ahorra.

La educación también ha sufrido las consecuencias de esta doctrina del merecimiento. El rigor académico ha sido reemplazado por la cultura del aprobado masivo. La exigencia, la excelencia y los estándares altos para aprobar se consideran elitistas, y el mérito, una agresión. Como resultado, proliferan profesionales que ostentan un título sin competencias reales, piezas de una maquinaria educativa que fabrica diplomas, no conocimiento. Este deterioro de la excelencia amenaza el desarrollo científico, cultural y moral de las sociedades.

Incluso en la economía cotidiana, la misma lógica se repite: hay quienes creen que los productos deben tener el precio que desean pagar, ignorando los procesos, el trabajo, los costos y el riesgo detrás de producir. Se pretende abaratar el esfuerzo ajeno mientras se defiende el propio derecho a recibir. Esa mentalidad, que confunde necesidad con autoridad moral, erosiona la justicia económica y el respeto por el trabajo humano.

Esta nueva casta del “yo merezco todo” se ha convertido en una carga para cualquier sistema que aspire al progreso. No crean, no producen, no innovan; solo reclaman, exigen y culpabilizan al que sí lo hace, por ello es parte de la estrategia progresista hacer resurgir una inexistente lucha de clases o destacar como nocivo el modo de vida del que produce, en contraste con el dependiente. Más grave aún, esta visión es alimentada por políticos hábiles que la utilizan como herramienta de manipulación electoral. Seducen a las masas con promesas de subsidios, derechos inventados y privilegios vacíos, convirtiendo la flojera en virtud y el esfuerzo en castigo.

El resultado es una sociedad que se descompensa: pocos sostienen a muchos, y los incentivos se invierten. Mientras el mérito pierde valor, la queja, la prebenda y la lisonja ganan poder. Esta doctrina no emancipa al ciudadano; lo esclaviza y ata al sistema dador. No se promueve la justicia social; se la deforma. Y lejos de construir sociedades más justas, está edificando civilizaciones más débiles, más sensibles y menos responsables.

Leer también: El mito de la igualdad

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