
Vivimos un tiempo nuevo, una era digital en donde muchos parámetros y formas de conducta han cambiado radicalmente, en donde cosas como la fama, la opinión, la información y la moda han adquirido dimensiones muchas veces ilimitadas. También las convicciones, sean reales o supuestas, provengan de la profundidad o del snob, han cambiado sus formas de expresión. Hoy, una acción particular puede convertirse en un semillero incalculable para la exposición flamante de opiniones y la exhibición de posturas al respecto.
De acuerdo al caso, se enarbolan estas posturas como nuevos estandartes éticos y las tragedias ajenas se convierten en un curioso palmarés para la propia virtud. En Palestina, el feminismo mal encauzado, el maltrato de personas y mascotas, hasta una mujer exigiendo una pelota a un niño que la recibió por celebrar su cumpleaños, son algunos de los ejemplos recientes de esta nueva forma de compromiso etéreo y singular: el slacktivismo.
Este curioso constructo, anclado a la inercia del sofá, la potencialidad del teclado y el fervor justiciero, glorifica el acto de participación más anodino. No se trata de marchar bajo el sol, sino de teclear con indignación desde la penumbra de una habitación; una muestra de solidaridad que exige apenas la energía de un movimiento de pulgar. Es, en esencia, como intentar apagar un incendio enviando pensamientos de aliento: un gesto que reconforta al emisor, pero que deja las llamas intactas, crepitando con indiferencia ante la buena intención.
La dinámica de este activismo extra light es de una simplicidad pasmosa, pero sus implicaciones son profundas. Consiste en adherirse a cualquier causa noble, en esencia, pero a través de acciones digitales que demandan un esfuerzo mínimo: cambiar la foto de perfil por un lazo de colores, firmar una petición en línea que probablemente nadie leerá o compartir un video melodramático sobre una tragedia lejana. El resultado es una gratificante alucinación de virtud, una autopercepción de ser alguien comprometido y sensible.
Este fenómeno es el atajo para quienes prefieren la comodidad de la opinión a la complejidad de la acción. En lugar de un compromiso genuino que podría implicar acción real, se promueve un espejismo de participación. Esto no solo devalúa el verdadero activismo, el que requiere tiempo, energía y a veces riesgos, sino que también fomenta una cultura de la pasividad. Se pinta al individuo como un agente de cambio, cuando en realidad es un mero espectador que ocasionalmente aplaude desde la tribuna digital. Peor aún, esta práctica se ha convertido en una herramienta para que las grandes corporaciones y figuras públicas laven su imagen, promoviendo campañas de «concienciación» que no les exigen más que un eslogan pegajoso: “Me too”, “Black lives matters”, “Alto al genocidio de Palestina”, “Todos por la infancia abandonada”, todo fácil, cómodo y rápido.
Al caer en la trampa de equiparar un «me gusta» con una acción transformadora, se convierte el debate público en un concurso de popularidad donde lo que domina no es el impacto real, sino la visibilidad de la indignación. En plataformas como Instagram o X, esta superficialidad es especialmente perniciosa. La inmediatez y el carácter efímero de las interacciones facilitan el adoptar una causa y abandonarla al día siguiente, dejando tras de sí solo un rastro de buenas intenciones.
¿La defensa contra esta autocomplacencia? Cuestionar la eficacia de nuestras acciones, preguntarnos qué viene después del clic y buscar formas de participación más sustanciales. Es un ejercicio de honestidad personal para enfrentar los problemas sociales como son, no como nos conviene que parezcan para sentirnos bien con nosotros mismos.
El slacktivismo es un síntoma inquietante de la crisis en el compromiso real, cívico, donde se prefiere la satisfacción instantánea de un gesto simbólico e inútil a la dedicación que exige el cambio verdadero. Es que así es más chévere la lucha, dándole “like”.
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