
“He amado y he tenido la gloriosa dicha de que me amen. Las mujeres en mi vida se cuentan por docenas. He dado miles de besos y la esencia de mis manos se ha gastado en caricias, dejándolas apergaminadas… Soy ridículamente cursi y me encanta serlo, porque la mía es una sinceridad que otros rehúyen… ridículamente. Cualquiera que sea romántico tiene un sentido de lo cursi, y no desecharlo es una posición de inteligencia. A las mujeres les gusta que así sea”.
Lo he sido toda mi vida, por ello me apropio de ese texto maravilloso que forma parte de un “autorretrato” plasmado por ese genio del bolero que fue don Agustín Lara, calificado de cursi.
En mi niñez fui amigo de las serenatas. Fueron muchas las canciones que el poeta Manuel Felipe Rojas y yo desgajábamos en nuestras correrías de muchachos: “Hasta en mi propia cara / te burlabas mi vida / que será a mi espalda / y yo preso por ti / unos guardias me han dicho / que ya tú andas perdida / y que ya ni te acuerdas / lo que hiciste de mi”…/. Fue una de las muchas piezas que entonábamos en Farriar y que disfrutábamos hasta entrar la madrugada con muchas cervezas en las tabernas.
“Las rejas no matan”, se convirtió en un himno para mí. Javier Solís fue mi infructuosa cura cuando Miriam, mi primera novia, me mandó al carajo. Demasiadas intrigas se tejieron para alejarnos, pero yo la quise desde lejos y me sirvió de excusa para beberme lo que no se podía a la edad de 13 años.
El despecho, sublime emoción de los poetas, despertó en mí la pasión por lo romántico, por lo cursi… “Toma este puñal, ábreme las venas / quiero desangrarme / hasta que me muera / no quiero la vida / si es verte ajena / pues sin tu cariño no vale la pena”/. ¡Qué vaina tan buena!
Morir por pedacitos, en tanto la ingrata se solazaba con el tipo ese que me llevaba como 6 años y era el cuarto bate del equipo de beisbol donde Míriam era la madrina.
En el Bar La Ceiba de Farriar se desgastó la tecla A-07 de la última rocola que había allí. Yo bebía cerveza y escanciaba mi vaso mientras escuchaba a Javier Solís. Me percaté en ese entonces que él cantaba “Las rejas no matan” muy distinto a cómo lo hacían los demás. Su interpretación tenía dos compases más. No se compaginaba con la letra original. Es la puntilla de Javier Solís. Son palabras de consuelo para sí mismo ante la traición de la pérfida. Son palabras lanzadas hacia ese corazón idiota que se enamora una y otra vez para ser lacerado veinte mil veces más.
“Las rejas no matan” es un himno al despecho, le pertenece a José Alfredo Jiménez, el compositor más grande que ha parido el pueblo mexicano que, junto a Julio Jaramillo y Daniel Santos, “El inquieto Anacobero”, crearon una poética del despecho y ensamblaron una estética de la bohemia lejos de ese trillado eufemismo que trata la mujer con un vulgar lenguaje meramente decorativo.
Este género musical nos plantea toda una resonancia amatoria, jubilosa, dionisíaca y venusina llena de auténtica vida que se manifiesta bajo la esfera del tiempo, como si fuera un presente eterno, nada ficticio, y nos traslada a la barra fiel de algún bar donde la aventura amorosa, nostálgica y casual nos vincula con el área mágica en la espumante levadura y en la embriaguez de un sueño, e invocamos el deseado paraíso en esas esmeraldas diluidas frente a la última rocola que nos hace olvidar la escabrosa existencia y el despecho.
Hoy tomo entre mis manos como uno más entre los muchos que en todo el Caribe lo hacen el último disco del bolerista de América Felipe Pirela, y siento que palpita aún la voz melodiosa de un intérprete verdadero que supo sembrar en el amoroso terrón de la patria y de su gente, es decir, en el mismo corazón del Caribe, donde la taberna, la caña, la última rocola, el despecho y la noche con sus bellas mujeres nos conducen por el espacio infinito del amor. Yo he luchado en tus fondos musicales, con el vino y el sexo hasta la aurora.
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