
Como es sabido, Córcega (Corse en francés y Corsica en italiano) es una isla en el mar Mediterráneo que fue de Italia (en el siglo 8, Imperio Romano de Oriente) y que, desde 1768, es parte de la República Francesa, por habérsela comprado a la República de Génova. Está situada al sur de Francia y al oeste de Italia, a cuyos naturales -en castellano- se les llama: corsos, y de la cual su nativo más famoso es Napoleone Di Buonaparte (1769-1821), así textualmente llamado antes de que cambiara su nombre al afrancesado.
Ello así, no se sabe exactamente cuándo, pero los historiadores contemporáneos coinciden que una importante migración de corsos (que no la primera) llegó al noreste de nuestro país alrededor de 1820, instalándose principalmente en la península de Paria, más exactamente en Carúpano y Río Caribe (hoy estado Sucre); región que para entonces tenía escaso contacto terrestre y cultural con otros pueblos que formaban parte del extendido territorio venezolano, y enseguida dieron muestras de ser muy laboriosos en el progreso económico, social y cultural de lo que era Venezuela en el siglo 19; distinguiéndose por su tenacidad de espíritu, reciedumbre de carácter y mística de trabajo.
Respecto de las bondades de la península pariana, los autores Edda Samudio Aizpurúa y Johnny Barrios-Barrios, en su interesante obra “Viajes, comercio y cultura corsa en el noreste venezolano (S. XIX)”, (Universidad Paris VIII. Saint-Denis, 2023), lo explican así: “…Las ventajas geográficas que ofrecía la región pariana sirvieron de contexto para que muchos inmigrantes corsos asumieran como propia la aventura de quedarse y echar raíces en suelo venezolano”.
En sentido similar, el antropólogo Juan Rey González, en su obra “Huellas de la inmigración en Venezuela”, (ediciones Fundación Polar. Caracas, 2011), expresa: “…Asimismo, el oriente del país, en la península de Paria, las firmas de origen corso serían las que dominarían el comercio a partir de 1830 con la fundación de Franceschi y Cía., dedicada inicialmente a la compra y venta de mercancías, y luego fundamentalmente a la exportación de cacao”.
Por eso, es que nadie discute hoy que -más de un siglo antes de la crucial inmigración arribada a Venezuela en la década de 1950- la llegada de los corsos tuvo un papel estelar en la recuperación económica de nuestro país después del proceso de la independencia, cuando el valor de la producción agropecuaria pasó de 25 millones de bolívares -en 1832- a 87 millones -en 1858-, precisamente año anterior al estallido de la Guerra Larga o Guerra de 5 años, como también se conoce a la Guerra Federal.
En este punto, es importante remembrar que la agricultura del café y del cacao, desde la Colonia, fue la principal actividad económica del país hasta que, en 1926, el petróleo pasó a ser nuestro mayor producto de exportación y la primera fuente de ingresos fiscales y de divisas.
Al respecto, el referido Rey González (en obra citada) relata que: “…Tras el fin de la Guerra Federal, en 1864, aumentó la llegada de inmigrantes europeos a lo largo y ancho del país. Estos eran fundamentalmente (…) corsos, que llegaron de manera individual para dedicarse al comercio, la agricultura, la ganadería y toda otra diversidad de oficios”.
Así fue como los migrantes corsos, combinando lo mejor de su fuerte raigambre francesa y de sus ancestrales costumbres mediterráneas e ítalo-romanas, fundaron fincas productoras de cacao y caña de azúcar y casas de comercio (Massiani & Ca., G. Cerisola & Cía., Franceschi & Co., Raffali Hnos. Co., Juan F. Benedetti & Co., A. Lucca y Cía., J. Orsini e Hijos Co., entre otras) en el oriente venezolano y de café en el norte del estado Monagas.
Incluso, en cuanto a los pininos de la agroindustria, los primeros esfuerzos en Oriente fueron realizados por los hacendosos de Córcega con el emblemático Ron Carúpano de la “Destillerie Française”, (fundada en 1902), merecedor de la Medalla de Oro en la Esposizione Internazionale delle Industrie e del Lavoro de Torino, en 1911.
Dos décadas antes, varias marcas del ron carupanero, entre ellas el “Ron Viejo Giamarchi” (de J. Orsini e Hijos Co.), habían obtenido premios en la Exposición de París de 1889. De su vocación exportadora, quedaron los premios otorgados en Francia e Italia, así como el reconocimiento internacional al cacao y el café venezolanos por su exquisito sabor y elevada calidad.
Por lo demás, dos de esos corsos originarios que llegaron a Guayana, quizás los más famosos, fueron (en orden cronológico): don Antonino Liccioni (1817-1901), quien llegó a Ciudad Bolívar entre 1865 y 1868, y se dedicó a la actividad ganadera en los hatos de su propiedad llamados “Tócome” y “La Aurora”, y a la actividad minera con su empresa “Compañía Minera Nacional El Callao”, adquiriendo para ello grandes extensiones de tierras entre Upata y El Dorado.
Sin embargo, a partir de 1890, los yacimientos auríferos de la mina de El Callao se fueron agotando, por lo que se instaló permanentemente en su casa de Ciudad Bolívar, conocida como la “Casa de las 12 ventanas” (hoy monumento histórico), dedicándose finalmente a las actividades del fomento del cultivo del árbol de caucho (Hevea brasiliensis) y de balatá para exportación de su látex.
El otro es don Clementino Leoni Scribani (1874-1946), quien desembarcó en el puerto de San Félix en 1898 y se residenció en Upata, debido al auge económico que tenía esa población, el cual guardaba estrecha relación con el descubrimiento de la mina de “El Callao” en 1853, y luego con la explotación del balatá (Manilkara bidentata) o purguo, cuya variedad se encontraba en los bosques del Yuruari.
Ese joven de 24 años llegado de Córcega, se casó con la upatense Carmen Sofía Otero Fernández, y de esa unión nacieron varios hijos, uno de los cuales -oriundo de El Manteco (parroquia Pedro Cova del municipio Piar del estado Bolívar) fue Raúl Leoni Otero (1905-1972), quien ejerció como presidente de la República entre 1964 y 1969.
A don Clemente (ya con su nombre así tropicalizado) Leoni le sonrió la fortuna en Upata, y luego en El Manteco, al punto que rápidamente logró acumular un capital considerable que le posibilitó mudarse con su familia a Caracas, en 1918, en busca de una mejor educación para sus hijos. Ya en la capital, abrió las puertas de la “Farmacia La Francesa”, y estuvo al frente de ella por varios años, hasta que por razones políticas relativas al desempeño de su hijo Raúl, emigró a Barranquilla en donde montó una frutería en la esquina de Cañón Verde, al final del Paseo Colón de esa ciudad colombiana.
En otro orden de ideas, siendo nosotros adolescentes empezamos a distinguir entre la población a los “musiús” italianos que habían llegado a aquella región guayanesa en torno a 1955, gente de raza caucásica: de baja estatura, piel blanca rojiza, cabello liso rubio o castaño claro, ojos verdes, azules o grises y narizones; cuyos apellidos eran fundamentalmente: Antonelli, Bianco, Biocchi, Della Torre, Catapano, Carolla, Capoptti, Caputo, Di Berardinis, Di Grazia, Di Scipio, Mantovani, Matucci, Nigro, Turccelino, Puleo, Vacile, Venezziano y demás.
Pero también, había otros que no eran “musiús” ni de raza caucásica, más bien criollos, de mediana estatura, piel morena, cabello liso negro, ojos negros o marrones y -también- narigudos; con apellidos igualmente italianos: Adriani, Battistini, Berti, Cipriani, Cristancho, Figarella, Franceschi, Leoni, Liccioni, Luigi, Massobrio, Morandi, Oletta, Orsetti, Palazzi, Perroni, Pietri, Petrocelli, Rossi, Roscio, Salicetti, etc; lo que nos llamaba mucho la atención por la diferenciación racial.
A propósito, es preciso indicar que el vocablo “musiú” proviene del francés monsieur (significa señor, y se pronuncia: mesié) y que se usa entre nosotros para referirnos a un extranjero, tal como los corsos, o a alguien con apariencia de tal; se originó en esa región nororiental venezolana.
Ah, pero es que aquella confusión no era solo nuestra. Ya a principios del siglo 20, el autor Otto Gerstl en su obra “Memorias e historias” (Ediciones Fundación John Boulton. Caracas, 1977), señalaba: “…también unos cuantos corsos, de los cuales de seguro tengo confundidos algunos con italianos, por lo parecido de sus apellidos”.
Tan cierto es la preexistencia de esos apellidos corsos, que la prosista Elisa Arráiz Lucca en su obra “Te pienso en el puerto” (Caracas, Editorial Memorias de Altagracia. Caracas, 2007), cuenta: “…Yo tenía la misión de buscar bultos rezagados de Santos Monardi y Compañía, una tarea muy laboriosa porque la mercancía perdida es difícil de localizar en los grandes almacenes. Caminas y caminas durante horas entre bultos marcados con otros apellidos corsos: Franceschi, Raffalli, Massiani, Prosperi, Lucca y, luego, todos dicen “Puerto de Carúpano, Venezuela, América del Sur”.
Viendo entonces aquel contraste, entre los musiús blancos (de apellidos italianos) y los criollos menos blancos (también de apellidos italianos), nos dimos a la tarea hace varias décadas de investigar sobre esa dicotomía de estereotipos étnicos.
Fue así como comprendimos que esos últimos (bisabuelos y abuelos de los coetáneos de nuestra generación sesentona) eran descendientes de aquellos corsos originarios y -como no- comenzamos a admirarlos, pues su sangre indiscutiblemente dio identidad a nuestro arquetipo racial, cuyos apellidos hoy no tenemos por haberse perdidos en el tiempo, dado que en nuestra historia hubo épocas en las que la unión familiar tradicional, con matrimonio formal y reconocimiento de los hijos, no era la norma, con lo cual infelizmente: “Hombre no se casaba con mujer ni reconocía muchacho”.
Concluimos testificando que, más que en sentido histórico, estas notas tienen por propósito exaltar y reconocer a esa camada de mujeres y hombres que ayudaron decisivamente al desarrollo cultural, económico y agroindustrial del Oriente venezolano, fortaleciendo así nuestra identidad regional y nacional; y sobre cuya valía, por cierto, se ha escrito suficientemente; siendo que la presencia corsa impregnó la realidad sociocultural y generó todo un estereotipo en las regiones nororiental y suroriental del país, y que además jugó “un papel rector y monopolizador en la integración progresiva de esta región al sistema mundial capitalista”, (Carlos Viso Carpintero. “La Presencia francesa en Paria (1528-1918)”. Revista Tierra Firme. Año 6, vol. VI. Caracas, 1988).
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