
Al Dr. Miguel Alfredo Bermúdez
El son, ese género musical latinoamericano anclado en la antillania, florece como el amarillo intenso del alba, y busca el atardecer en el azul del Caribe donde el viento salado de alas anchas se bifurca como mensajero de amores incomprendidos, que ve cabalgar a un mulato enloquecido por una mujer de cuerpo de amatista y cabellera de galaxia, alejándose en una prosapia de niebla.
Y cuando amanece, el tiempo se descuelga de los horizontes para asistir como protagonista a una manifestación del alma que nació en la antillania, en la cual el son típico y el contemporáneo marcaría definitivamente a las posteriores agrupaciones musicales, que buscarían más dominio del ritmo emulando el sonido y prolongando los intervalos en cada acorde, para que la voz del sonero soltara toda su frescura en el montuno, aunado al compás de los bailadores.
El son recobraría su fuerza musical con sus más connotados compositores, músicos y soneros que en sus letras asumirían importantes pasajes de sus provincias, caracterizadas por la marginalidad y exclusión racial y social, concebidos también con cantos a la mujer como la verdadera musa por los amores que han muerto sin haberse comprendido.
A partir de ese momento, se haría imprescindible el surgimiento de nuevas sonoridades que se insertarían en el arsenal musical del son, lejos de ribetes comerciales que muchas veces empañan la creatividad auténtica, no sin antes decir, que la avasallante publicidad, la cultura de masas y la distorsión de los empresarios de la industria del disco en imponer lo que tienen que grabar determinadas orquestas, es decir, números exclusivamente comerciales con letras mediocres y extraviadas que nadan aportan a este género musical.
Este legado lo hicieron suyos Benny Moré, “El Bárbaro del Ritmo”, y Óscar D’ León con una canción compuesta con Lino Frías en la década del 50 titulada “La Mata Siguaraya”, compositor cubano integrante del conjunto de Arsenio Rodríguez, y que después formaría parte de la gloriosa sonora matancera, como su pianista y arreglista estrella.
Esta composición, de impresionante raigambre popular, trasunta lo religioso que generalmente se patentó en Cuba en alusión a la santería, y ese elemento fundamental como variante no se hace entorno a la religiosidad cristiana, sino, única y exclusivamente, en función de esa misma santería.
Lo religioso siempre ha estado presente en la música popular afro-jibara antillana y caribeña, y en la expresión latinoamericana en su totalidad. Y esto, al parecer, se ha mantenido como constante en la música popular gestada en el Caribe. Y en segundo lugar: el dialecto empleado en el tema, propio del habla de los antillanos.
Mata Siguaraya
En mi Cuba nace una mata
Que sin tu mío
Esa no se puede tumbá
No se puede tumbá
Porque son Orishas
Esa mata nace en el monte
Esa mata tiene poder
Y esa mata eh, eh, eh siguaraya
(Montuno)
No va a tumbá bembé
Esa mata tiene los siete poderes del diablo
Y sin permiso cosa buena
No va a tumbá eh, eh, eh
Ahora bien, queridos lectores, este viejo son de Lino Frías, fue hecho un clásico gracias a una de las mejores grabaciones que se le conozcan a Benny Moré. Y este, precisamente fue el reto: enfrentar un tema que, después del Benny era difícil cantar sin caer en los predios del ridículo y la fanfarronería. Y Óscar lo grabó y salió airoso de la prueba.
No se trata, por supuesto, de caer en la impertinencia de una comparación valorativa entre las dos versiones, pues ambas tienen que ser vistas en sus perspectivas, sin forzarles su justo sentido y proyección.
En el caso de la Siguaraya original, Benny trabajó el esquema de la época: preeminencia del son por encima del montuno, mambos breves y carencias absolutas de solos por partes de los músicos.
La versión de Óscar, obviamente, representa un esquema antagónico, con el montuno llevando toda la fuerza del tema, con mambos considerablemente largos y con un par de solos por parte del trombón mayor ejecutado por William Puchi.
Así, aun cuando las cuatro improvisaciones que hizo Benny en el montuno son consideradas antológicas, el verdadero alarde de su versión está en el son propiamente dicho, mientras que en Óscar sucede lo contrario.
Por ello, una estrecha comparación valorativa carece de sentido, lo interesante, en cambio, es ver cómo Óscar asumió el reto de grabar esta pieza, amoldándola sin desvirtuarla a las características de la salsa, prolongándole la vigencia y rindiéndole, de paso, un justo y digno homenaje a la memoria de Benny, el sonero por excelencia, como tantas veces se ha pregonado en el medio de la música.
Y con la Mata Siguaraya y la fría brisa nocturna con barcos de nubes en el cielo, sobre los cuatro vientos en un baile inventando unos pasos con Carmelina, la salsa nos puso a gozar, llorar, parrandear, sufrir y celebrar la vida.
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