Muchos de los errores de comportamiento que acaso cometemos tienen su asidero en aquellos momentos de excesivo ego en que nos consideramos los dueños del mundo cuando en nuestro transitar por la vida, de broma, pisamos el suelo y miramos casi de manera despectiva a nuestros congéneres. Ellos siempre van de la mano, algunas veces solos, otras acompañado.
La Biblia los ha reseñado, y al hacerlo notorio por sus consecuencias indeseables lo ha relegado al olvido por ser tóxica y no recomendada su adopción. Al paso de los siglos, se ha negado a desaparecer, la arrogancia, la altivez, la vanidad y la prepotencia son las marcas que los identifican.
Los encuentras en todas partes y bajo cualquier circunstancia, no ocultan su presencia, les encanta hacerse notar, pero en medio de sus ínfulas de superioridad sienten miedo a ser rechazados, miedo al “qué dirán”, miedo a mostrarse vulnerables ante los demás.
A menudo los vemos tan cerca, que los sentimos respirar, sus actitudes y su extraño comportamiento los delatan, algunos muy preparados profesionalmente pero con una marca inconfundible: la soberbia.
Cuando la situación de su entorno, al igual que la de muchos otros, se torna difícil de sobrellevar, ellos también salen golpeados. Doblegados coinciden con otros de menor rango al momento de mercar, caminan en paralelo buscando ofertas y oportunidades, han doblado la cerviz, no sufren en extremo los rigores del momento y si acaso, lo saben disimular.
Hay que destacar en ellos como muy positivos aquellos momentos en que se sienten orgullosos de los logros o éxitos alcanzados, y se emocionan al recordarlos, pero enseguida vuelven a las andadas al no poder resistirse al influjo de su ego, el cual los manejan cual marioneta y retoman su ingrata identidad.
A su paso destilan orgullo, arrogancia, vanidad, engreimiento, de los cuales no pueden prescindir, son sus señas, han dejado atrás, si acaso los tuvieron, sentimientos de humildad, modestia, timidez o docilidad.
En los tiempos difíciles que vivimos, cuando múltiples condiciones y situaciones nos agobian, ellos se hacen más fuertes, se han pertrechado muy bien, y no sufren en extremo los rigores de la escasez que a todos afecta.
Esa es la soberbia, el vicio que más aleja al hombre de Dios y de los demás. El humanismo que hoy trata de mantenerse y acrecentarse pese a los vientos huracanados que lo desplazan y enlentecen su avance se ha propuesto erradicar esta amenazante soberbia y reducirla a su mínima expresión.
Ya se observa en sus portadores un claro cambio en sus actitudes y proceso de pensamiento, la falta de humildad y, por tanto, de lucidez, esa pasión desenfrenada por sí mismo está desapareciendo progresivamente. Al aceptar el principio que mantener buenas relaciones con los demás es un sentimiento saludable, reconfortante y muy positivo, y al comprender y aceptar las cualidades y virtudes de los demás, los valores que subyacen en su ser largan las cadenas que los aprisionaban y reaparecen fuertes y vigorosos, vienen en su ayuda para fortalecer sus debilidades, aquellas que lo separan y lo dejan solos, derrumban y hacen trizas la coraza que los protege y los regresa cambiados a la sociedad.
De tal forma, que el humanismo continúa sin parar haciendo intentos por destruir esas actitudes y comportamientos que los ha hecho diferente. De sus estigmatizada botija hoy salen despavoridos, el rechazo al diálogo ahora se detienen a dialogar, ahora se detienen a escuchar y a no condenar sino a perdonar y tolerar las críticas constructivas, aceptan los buenos comentarios y ya no se sienten ofendidos en su amor propio, corrigen sus errores, mantienen buenas relaciones con los demás y aprenden a pedir perdón por sus errores u omisiones, y al hacerlo adoptan formas de vida que le dan plena felicidad, regresa el gusto por las cosas, sintiendo agrado por aquellas que le rodean. Y así la soberbia se extingue dando paso a la humildad.
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